miércoles, 20 de julio de 2011

Santiago, 1971

1. La historia hará justicia

Fue un héroe y no tengo más que decir, dijo el viejo. Así empezó. No podía ser de otro modo.

Ese día llegué a las diez de la mañana, creía que era mejor hacer esto lo antes posible. No avisé ni llamé, no hice nada, creía que eso también era lo mejor. Solo aparecer y preguntar por Romerito. Por eso el viejo empezó así, incómodo, derrotado, tal vez un poco violento. Hacía frío esa mañana. Toqué el timbre y nadie apareció, toqué una vez más y nada. Encendí un cigarro y pensé que tal vez el Chino se habría equivocado. Pensé en irme de ahí y seguir averiguando, pero intenté una vez más. Toqué el timbre. El viejo sacó la cara por la ventana y me preguntó qué quería. Hablar de Romerito, eso quería.

Vengo a hablar de Carlos, le dije.

Fue un héroe y no tengo más que decir, dijo.

Insistí. Era necesario. Una historia olvidada, como muchas, pero que no merecía ser olvidada. Así era la historia de Romerito. Sabía que cedería y hablaríamos. Nadie se niega por mucho tiempo a hablar de algo que no olvida. Que no puede olvidar. No importaba que hubieran pasado casi diez años. Abrió la puerta y me hizo entrar en la sala, me dijo que me sentara. Agradecí. Nada fuera de lo común en la casa. Ninguna foto de Romerito. Nada que lo recordara. Luego entendí que no hacía falta tener algo de Romerito por la casa.

El viejo se sentó en un sillón delante de mí. Me preguntó si sabía qué era un caribú. No, dije. Un caribú, dijo, es un animal que viaja en manada por todos lados para buscar alimento. Nunca se aleja de la manada, viajan toda la vida juntos y nunca se separan. Nunca. Atraviesan territorios amigos y enemigos juntos, unidos como un puño. Hasta que llegan a la tierra de los lobos, dijo. Los lobos saben cómo destruir a la manada. Corren y los caribúes se espantan, escapan despavoridos, en desorden. Los lobos prefieren a las crías porque son los primeros en alejarse de la manada. Las siguen hasta cansarlas y se las comen. Se las comen vivas, dijo.
Supe que se refería a Romerito. Y a él, por supuesto. Era un poco extraña la forma en que veía la historia de Romerito. Se lo dije.

Él se fue a Chile cuando sabía que no tenía que irse, dijo el viejo. Él sabía que cualquier cosa podía pasar porque me contó que las cosas estaban jodidas, que la cosa ardía, me dijo, las cosas arden en Chile, papá, pero igual se fue. Se fue como un caribú solitario, dijo, hacia la tierra de los lobos.

El viejo se acomodó el pelo, me miró fijamente. Yo conocía la historia de Romerito, el Chino me la había contado hacía varios meses y había escuchado muchas versiones desde entonces, pero quería saber la del viejo. Su versión de una historia olvidada. O peor aún: una historia que nadie conocía. Hacía frío y pregunté si podía fumar. El viejo dijo que no, que no fumara, que el humo le provocaba náuseas. Estaba solo, eso ya lo sabía. No tenía mujer porque se largó mucho tiempo antes y solo le dejó un hijo. Ahora estaba solo.

Yo sé que nadie lo conocía y que nadie lo recuerda, dijo el viejo. Lo sé perfectamente. Pero la historia hará su trabajo. La historia hará justicia y entonces todos sabrán cómo, cuándo y por qué lo mataron, como matan los lobos a una pobre cría de caribú. Ya verá usted. La historia hará justicia y entonces todos sabrán que él fue un héroe, dijo.

2. Un hombre en el lugar correcto, en el tiempo correcto

La vaina es muy simple: yo cuento, tú escribes. La historia no tiene pierde porque soy testigo directo. Me fui de ahí un mes antes de lo ocurrido y no sabes cómo me alegro de que haya sido así. Lógicamente, no me alegro por Romerito. Era un buen tipo. Pero quería ser como ese gringo que se fue a Rusia durante la revolución. Quería ser como él, me lo dijo muchas veces. Ser como Jack Reed. Ese era su sueño.

Lo conocí recién acá, cuando entró al periódico. Algunos ya lo conocían, lo saludaban, se bromeaban, hablaban de muchas cosas. Ellos comentaban que era un tipo increíble. Un rojo, en rigor. Aunque ahora, después de lo ocurrido, no sabría decir si eso era del todo exacto. Lo que sí es cierto es que Romerito ya había trabajado antes en varios sitios y vivía solo. Vivía solo, pero visitaba al viejo muy seguido. Aunque, a decir verdad, creo que la relación era un poco fría entre ambos. Un poco distante. Pero eso no viene al caso. Todos los papás son iguales y todos los hijos tienen sus rollos. Tú debes saberlo mejor que yo.

Es cierto también que cuando llegó ya hablaba de Jack Reed, aunque Jack no era su nombre. Tenía otro. No lo recuerdo ahora. Romerito quería ser como él. Y ya me estoy saltando demasiado. Primero lo primero: cuando Romerito llegó, había estado en varios periódicos antes. Lo habían despedido de todos porque su periodismo era extraño, poco objetivo, muy sociológico. Eso decían todos los que ya lo conocían. Él, Romerito, era un tipo muy inteligente, muy lúcido, pero tenía el problema de no ajustarse a lo que se le pedía que hiciera. Siempre quería hacer algo distinto y no lo dejaban. El director lo tenía a raya. Romerito me contó después que el director le dijo que si entraba al periódico sería bajo sus órdenes y que nada de ideas ni de análisis rojos. Pero dónde queda la libertad, le respondió Romerito. El director le dijo que en el orto, como todo en el Perú. Y que si lo quería conservar en su sitio, esa era la condición. Romerito aceptó.

Si aceptó fue porque estaba a punto de quedarse sin casa y no quería volver a la casa del viejo. Eso lo sé porque nos mandaron a hacer comisiones juntos. Cubríamos cualquier cosa, menos cuestiones políticas. Así que yo tomaba las fotos y él a preguntar, anotar y redactar. Me contó lo de la casa y me contó algo del viejo. Que habían vivido juntos, que estimaba a su viejo pero todo tiene un límite y no podía vivir con él toda la vida. No me decía por qué. Yo tampoco pregunté. Era mejor no saber algunas cosas.

Fue por entonces que empezó a hablarme de Jack Reed. Me dijo que él, Romerito, admiraba mucho al gringo que llegó a Rusia en plena revolución y que registró todo en un hermoso libro que era periodístico, pero también histórico y sociológico. Que Reed había sido testigo de la fundación de un nuevo mundo, de una nueva historia. Y me enseñó el libro, Diez días que estremecieron al mundo, de Reed. Ahora lo recuerdo, de John Reed. Pero Romerito lo llamaba cariñosamente Jack. Me dijo también que él, Romerito, quería ser fundador de un nuevo mundo, de una nueva historia. El mundo debe seguir cambiando, Chino, decía. Solo hay que estar en el lugar correcto, en el tiempo correcto. Mientras, solo nos quedaba esperar. Decía que él vivía solo esperando el lugar correcto y el tiempo correcto. Nada más valía la pena. Ahora, después de lo ocurrido, creo que lo entiendo.

Las cosas se mantuvieron más o menos normales, hasta que el azar jugó su papel. Verás, no me di cuenta en su momento, pero luego sí. Los rusos tuvieron su revolución en 1917 y en Sudamérica la tuvimos en Chile. En 1970 sí, cuando ganó Allende, pero en 1971 la cosa empezó a arder. Los números se invirtieron y el destino, luego lo supimos, también. La historia no es como Romerito decía, tan perfectamente determinada. Es todo lo contrario. La historia es azar, fundamentalmente. Romerito estaba emocionado. Decía que ahora era el momento y que tenía que estar allá, que tenía que vivir. Nunca vi más contento a Romerito que en esos días.

A veces entiendo lo que sucedió. Chile era lo que él estaba esperando. A veces, la esperanza de que algo ocurra nos permite saber que estamos vivos. Y cuando ocurre, sabemos que la historia no ha terminado, que todavía podemos actuar. Eso era lo que Romerito esperaba: actuar. Saber que estaba vivo. Pero ya me estoy desviando del punto. Debemos buscar la objetividad. Ese es el trabajo de los periodistas.

La felicidad se le acabó a Romerito cuando el director envió a otro por un par de días a cubrir lo que sucedía en Chile. Y sin fotógrafo. Tenía razones para estar molesto. Lo estuvo tanto que en una reunión con el director, le gritó. Y, lógicamente, quedó despedido. Entonces yo pensé que todo terminaba ahí. Pero él me dijo que Chile era lo que estaba esperando y que no lo perdería. Me contó que John Reed, o Jack cariñosamente, se había ido solo a Rusia y que él podía hacer lo mismo. Me preguntó si yo quería acompañarlo, si quería fundar un nuevo mundo, si quería escribir un libro, si quería, en todo caso, fotografiar para su libro, su libro que sería periodístico, histórico y sociológico. No soy rojo, no entiendo a los rojos. Pero cuando me dijo todo eso, sentí que yo también estaba en el lugar correcto, en el tiempo correcto. Ahora sé que así fue. También sé que me fui de ahí en el momento correcto. Y me alegro de que haya sido así.

Primera carta

Santiago, octubre de 1982

Sr. Ugarte

Nos hemos enterado, por diferentes personas y medios, que Ud. ha iniciado una investigación sobre un periodista peruano desaparecido en Chile durante el proceso de normalización de la sociedad chilena del año 73. Asimismo, nos hemos enterado que está realizando entrevistas a diferentes personas, dentro y fuera del territorio chileno. Esto, indudablemente, nos inquieta. Le sugerimos que, en el menor plazo posible, nos mande una carta de respuesta a la presente, informándonos de la naturaleza, método y fines de su investigación. Reiteramos: en el menor plazo posible. Caso contrario, tomaremos la actividad que Ud. realiza como una provocación a la sociedad chilena y una amenaza para su normal desarrollo. Tenido así en cuenta, condenaremos e impediremos, por todos los medios, que se conozcan los resultados de dicha investigación.

Atte.

3. Él moriría recordándolo

Me gusta pensar eso, dijo el viejo finalmente.

Se acomodó en el sillón y después de verme por un rato me pidió que le invitara un cigarro. Le alcancé uno, aunque no entendía qué le había hecho cambiar de opinión. Tomó el cigarro, pero no lo prendió. Usted tiene un padre, dijo el viejo. Debe tener uno. Yo tuve un padre y las cosas fueron como debían ser.

Pensé en mi padre, pero olvidé ese detalle incómodo. Recordé al Chino Delgado diciéndome que todos los hijos tenemos un rollo con los padres. Que yo debería saberlo. Y lo sabía perfectamente. Pero lo olvidé porque ese asunto no tenía que ver con Romerito. Yo vine a hablar con el viejo sobre él, sobre Romerito. En ese momento quise fumar, pero no lo haría hasta que el viejo lo haga primero.

El viejo me miraba. Parecía haber comprendido lo que se me cruzó por la cabeza. En una familia siempre hay alguien que queda al margen, dijo el viejo. Seguramente usted se ha dado cuenta. Siempre hay alguien que no aparece en las fotos o que aparece a un rinconcito, alguien que no está presente en los sueños de nadie, alguien a quien no se extraña cuando está ausente. Siempre hay alguien al margen en una familia. Puede ser un hijo porque, créame, siempre hay un hijo favorito y otro que es lo contrario. O puede ser un padre. Eso es normal. Lo triste, lo realmente triste es que todos estén al margen, fuera de la vida de todos.

En ese momento supe que el viejo no necesitaba tener algo en la casa que le recordara a Romerito. Siempre lo recordaba, su cabeza iba a estallar por eso algún día. Moriría recordándolo. Y supe también, cuánta distancia había entre ese viejo y el mío.

Créame, lo triste es cuando todos están al margen, dijo. Yo viví toda una vida solo a pesar de que vivía con Carlos. En verdad, traté que él viviera fuera de la mía. Creí que eso era lo mejor, que eso lo haría un hombre. Hacerle entender que la vida es estar solo y que solo debía enfrentar todo lo que viniera. Que nadie estaría para siempre, aun cuando le juraran lo contrario. Eso fue lo que quise enseñarle, lo mejor que creí que podía enseñarle. Así debían ser las cosas. Lo extraño es que siempre esperé que se quedara conmigo, dijo el viejo. Esperaba que fuéramos uno solo, como un puño, como una manada de caribúes. Y mire usted que él se fue un buen día y dijo que me visitaría seguido. En ese momento me di cuenta que, durante todo este tiempo, el que había vivido al margen era yo. Al margen de Carlos, quizá a pesar de él.

El viejo volvió a verme a los ojos. Me pidió fuego para el cigarro. Le di el encendedor, lo prendió y me dijo que había jurado dejar de fumar desde que Romerito se fue. Todas las promesas se rompen, dijo. Le pregunté si Romerito había roto alguna. Respondió que él, Romerito, nunca había hecho ninguna. Le pregunté por el viaje a Chile, si sabía cómo habían sucedido las cosas. Dijo que no sabía mucho, lo mínimo. Uno siempre debe saber solo lo mínimo. Con eso es suficiente, dijo. Recordé la carta que me llegó, una carta que, en líneas generales, me decía lo mismo. Quise contárselo al viejo, quise decirle de la carta y que Romerito, efectivamente, era un héroe.

No lo hice. No tenía sentido hacerlo.

A veces imagino cómo lo mataron. En verdad no sé exactamente cómo fue, pero lo imagino, dijo el viejo. Sé que el cuerpo ha desaparecido y punto. Pero me gusta imaginar que lo agarraron cumpliendo con su misión, viviendo por fin, porque yo sé que él había estado esperando todo este tiempo para vivir. Lo imagino escribiendo sobre el golpe, lo imagino como una molestia, una amenaza para los militares. Como un ídolo para los derrotados. El viejo dio una pitada al cigarro. Me gusta imaginarlo siendo conducido a un calabozo por un grupo de soldados que quieren sacarle información. Como sea, a patadas, a culatazos. Y él firme, manteniendo la boca cerrada, sin darles nada. Eso era lo mejor que podía hacer. Él decidió su vida y sabía que algo así sucedería. Lo imagino tranquilo, viendo como le ponían una pistola en la cabeza para rematarlo, sabiendo que ha cumplido, que ha hecho lo suficiente para vivir. Dentro de todo eso, me gusta imaginar que pensó en los caribúes corriendo en manada atravesando el territorio de los lobos. Imagino todo eso. Imagino que un instante antes de morir, pensó en mí.

4. Un verdadero héroe

Lo único cierto es que Romerito desapareció. Dos días después del bombardeo a La Moneda.

Aunque no me creas, yo supe desde que llegamos que algo así ocurriría.
Exactamente, todo empezó cuando mataron a Arturo Araya. El tipo era el edecán de Allende y esa fue la primera señal de que el golpe estaba cerca. Se lo comenté a Romerito, pero no hizo caso. La segunda señal fue la renuncia del general Prats. Debiste verlo. Ese fue un triunfo de las mujeres. Se plantaron en la puerta de su casa y no dejaron de joderlo hasta que renunció. Romerito dijo entonces que ya había empezado.

Empezó, chino, ahora se juega el destino de Chile. Y de alguna manera, también nuestra suerte, dijo Romerito.

Yo sabía que nuestra suerte estaba jugada desde el inicio del viaje. Pero reconozco que, por un momento también lo quise, quise estar ahí, en el lugar correcto, en el momento correcto, porque Chile era el centro de Latinoamérica, como Rusia era el centro de Europa en la revolución. Y porque Romerito tuvo razón: estaba vivo, y estar ahí era la prueba de eso. Pero todo tiene su final y, en este caso, el final era ese. Cuando matan al edecán del presidente, puedes estar seguro que van a matar a cualquiera. Al primero, al presidente. Allende debió saberlo. Tenía que saberlo. Igual que Romerito lo sabía. Aún así, él decidió quedarse. Y, como te dije, ahora entiendo por qué. Nunca, como en esos años que estuvimos en Chile, vi a Romerito tan entregado a la vida, tan decidido a actuar. Nunca lo vi tan dispuesto a morir. Porque cuando uno vive tan decididamente es porque sabe que la muerte puede llegar en cualquier momento. Y desea dejar su contribución en el mundo, la marca de que pasó por aquí. Cumplir su vida. Todos queremos cumplir con la vida, la vaina es cómo queremos hacerlo. Romerito estaba convencido que después de cumplir, tenía que morirse. Y sospecho que así fue.

Si quieres saber las razones de por qué estoy seguro de que lo mataron, son muy puntuales. Apenas llegamos a Santiago, nos vinculamos directamente con obreros, empleados menores, y por ellos nos contactamos con las comunas que bordean la ciudad. La actividad política era feroz, y Romerito estaba decidido a cumplir con el papel que había cumplido John Reed en la Rusia revolucionaria. Él no fue un observador imparcial, él no fue simplemente un periodista, decía Romerito. También fue historiador, fue sociólogo y fue un actor de su época. Escribir era el producto de decidir, dijo Romerito.

Aquí está la historia, chino, decía. Y si tenemos que morir persiguiéndola, créeme que valdrá la pena.

Y así acabó. Lo último que hicimos juntos fue entrevistar a Pinochet. Quién diría que sería él, justamente él, quien liderara a los golpistas. Pinochet reemplazó a Prats como hombre de confianza de Allende. Y cuando le preguntamos por los rumores de una conspiración, de un golpe de Estado encabezado por los militares, Pinochet dijo que no tenía información al respecto, pero que su fidelidad al orden constitucional era firme. Romerito no se quedó tranquilo. Ahí intuyó algo.

Qué cosa entenderá un milico por orden constitucional, dijo.

Le quiso preguntar por el otro general, por Merino, pero Pinochet nos miró fijo a los ojos y nos preguntó para qué medio trabajábamos. Para ninguno, dijo Romerito, somos reporteros peruanos. Pinochet dijo que ya lo sabía por el dejo. Y agregó que las cosas se podían poner feas en Chile, que no era una amenaza ni un contrasentido con su primera declaración, que nadie podía dudar de su fe en la Constitución, pero que las cosas se podían poner feas. Y que nos fuéramos. Y ya sabes que yo creo en el azar y a la tercera va la vencida. Esa fue la tercera señal. Romerito me pidió quedarme. Me lo pidió hasta que el mismo día que me fui. Ya habíamos arriesgado mucho, le dije.

Primero con el gobierno, somos muy cercanos, todos nos conocen. Si el golpe lo dan los militares estamos jodidos, todos nos han visto, saben que investigamos, saben que somos rojos, aunque yo no lo sea, pero eso no creo que les importe mucho. Segundo, las comunas. Poco nos falta para ser agitadores políticos. No, Romerito, aquí nadie garantiza nada. Menos tú. Y lo sabes.

Entonces me fui. Estuve en el lugar correcto, sí, pero también supe irme en el momento correcto. Me fui en agosto. En quincena. Casi un mes después, los militares tomaron La Moneda, Allende murió y, con él, todos aquellos que habían sido visibles en los tres años de su gobierno. Romerito desapareció dos días después. Lo sospecho porque fue dos días después la última vez que pude hablar con él. Era un buen tipo. Un verdadero héroe, creo. Ni John Reed, o Jack como lo llamaba cariñosamente, hizo tanto como él. Vivió en esos tres años más que cualquier hijo de vecino de treinta y murió, imagino, como nadie quiere morir a los treinta años.

En fin, amigo mío, esta historia no tiene pierde. A partir de ahora, la dejo en tus manos. Puedes hablar con el viejo de Romerito, luego te diré cómo encontrarlo. No sé por qué creo que tú podrás hacer algo. Por lo menos serás uno más que lo recuerde.

Segunda carta

Santiago, noviembre de 1982

Sr. Ugarte

No hemos recibido comunicación alguna donde nos informe sobre la naturaleza de su investigación. Esta situación nos ha obligado a hacer nuestras averiguaciones y confiamos en su buen juicio. Sabemos que su investigación gira en torno a la desaparición del periodista Carlos Romero y da por sentado que el ejército chileno es el responsable. Pero debemos informarle, sr. Ugarte, que el periodista a quien investiga no murió. No está muerto. Está desaparecido. Desapareció antes de iniciarse el proceso de la normalización de la vida democrática chilena, según la información que hemos podido recolectar. Está usted investigando a un fantasma. Además, el ejército chileno no tiene ningún interés en sancionar a un periodista peruano. Somos muy respetuosos de la vida, que quede claro.
Sin embargo, sr. Ugarte, quisiéramos de todos modos, hacer una acotación. No faltan en estos tiempos personas que, como usted, buscan cuestionar las acciones heroicas del ejército chileno a partir del descubrimiento de tristes personajes que no existen para el mundo. Personajes anónimos. Pareciera que quieren escribir la historia de nuevo. Pero olvidan que la historia la escribe el vencedor. Olvidan que contra eso nada pueden hacer. Muchas veces la juventud intelectual se empeña absurdamente en cambiar el mundo y en criticar la historia. Pero muchas veces ha ocurrido que, ya adultos, se arrepienten de lo que intentaron hacer. No vaya a suceder lo mismo con usted.
Por eso, sr. Ugarte, porque confiamos en su buen juicio, le sugerimos que desista de su investigación.
Atte.

miércoles, 29 de junio de 2011

Breve historia

El hombre es un gusano y un héroe
Pascal


Era una mujer extraña.
Iba por todos lados, en silencio, con un poncho gris y zapatos negros y sucios.
Caminaba del mercado a una casa, y de esa casa al mercado. Nunca daba un paso más. Nunca daba un paso menos.
Era una casa que nunca tenía luces.
Aunque ahora, después de lo ocurrido, algunos dicen que sí, que había luces, pero de muy tarde.
En general, nadie nunca se fijó en ella.
Ni nosotros, los chicos.
Nunca quise, particularmente, fijarme en ella.
Pero algunos dicen, ahora, que le hablaban.
Y que ella respondía con una sonrisa.
Ahora todos dicen cosas de esa mujer extraña.
Lo que ocurrió fue que un día, una mañana, dio algunos pasos de más.
Salió de la casa sin luces hacia el mercado, con una bolsa en la mano.
De regreso, seguía con la bolsa en la mano y se detuvo en el parque. Se sentó en un banco y puso la bolsa sobre su regazo.
Se quedó mirando a los chicos que jugábamos ahí. Un rato, un par de minutos.
Abrió la bolsa, sacó una cosa negra. Ahora sabemos que era una pistola.
Se disparó en la boca.
Esa mujer era mi madre.
La gente se conmocionó mucho con lo ocurrido.
Yo no. No lloré en ese momento, ni después.
No tenía por qué.

jueves, 20 de enero de 2011

Cuando algo deja de estar vacío

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas
E. E. Cummings


Es más sencillo de lo que parece:
Cuando llegó con sus aretes cortos,
Sus manos pequeñas,
Y sus labios perfectos,
Supe que existir dejaría de ser un sonido vacío.
Entonces una palabra siguió a otra,
Una mirada a otra,
Un paso a otro.
Y llegamos adonde llegan
Los que caminan mucho y lejos.
Desde allí, nos miramos y miramos a los demás
Y descubrimos que todo puede ser dulce
Y agrio
Como una bienvenida y un adiós.
Es más sencillo de lo que parece:
A veces la felicidad es un largo viaje
Que no termina
Porque no existe eso que llaman el fin de la historia.
Lo cierto es que sus aretes cortos, sus manos pequeñas,
Sus labios perfectos,
Eran la prueba de la existencia del Absoluto.
O de un pequeño absoluto.
Y vivir se hizo presente,
Un doloroso y perfecto presente.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Solo quería recordar tu nombre






















…la huella del narrador queda adherida a la narración, como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro.
Walter Benjamin



Lo que más recuerdo ahora, es tu nombre, Teresa. Tu nombre porque alguien me dijo que existían nombres peligrosos. Y Teresa está en la lista, dijo. Y tu nombre, además, porque mamá dice que ellos hacen a las personas. Por eso ella eran tan jodida y yo medio huevón. Y tú estabas loca.
La verdad es que sí, estabas loca. Y no te molestes si lo digo, no, es con cariño, con todo el amor del mundo. No vale que te molestes después de tanto tiempo. Menos por algo tan sin importancia. Sobre todo si ni te importa qué creo de ti. Finalmente, eso sí era cierto: nunca te importó tanto. Como aquella vez que te dije que había agarrado con la chica ésa, la de Sociales, la hermana de mi pata, el de la facultad. Que él me odió durante un año entero y que me quiso pegar dos veces. No te importó tanto. No recordarás, siquiera, que hablábamos de cómo entendía Hegel la historia y que nos burlamos de los pobres idiotas que creían en el eterno retorno. Entonces, me dio una copa de vino, le tomé la mano y nos besamos. Nos besamos como si supiéramos que nunca más lo haríamos. Eso, según me di cuenta, ni te inmutó. Aunque a veces no sé.
Pero no es momento de hablar de cosas tristes, Teresa. Después de todo, tu nombre es lo que más recuerdo. O será que es el recuerdo que más quiero. Y lo digo sin cursilerías, por supuesto, nada de mierdas sentimentales, nada de eso. Lo digo solamente porque no recuerdo ni cómo te conocí. Recuerdo más bien que pateamos el teléfono de la esquina de mi casa hasta partirlo. Dijiste que ahí encontraríamos dinero y seríamos felices. Ya ves que no fue así. Y después ya no te importó tanto. Pero ahora que escucho el sonido de tu nombre, recuerdo el sonido de los nombres de Hemingway y de Camus. Y creo que ya recordé cómo te conocí, Teresa. No me digas, no me soples. Nada de ayuda, no jodas. Fue cuando discutíamos sobre cómo la literatura está muy vinculada a todo proceso social. Sí, por ahí fue. En clase de ese profesor que decían que era un genio, pero no era más que un fracaso. Porque eso era, ni más ni menos. Y tú dijiste que la mejor prueba de que lo social influía en la ficción era la literatura francesa de entreguerras y posguerra. Que eso era lo más grande que se había hecho en el siglo veinte. Tú sabes que estabas equivocada; luego, mucho tiempo después, lo reconociste. Porque entonces te refuté. No, la compañera está confundida, profesor, lo más grande es la literatura norteamericana. Y se acabó la clase para mi mala suerte, pero para la buena tuya. Porque me gritaste después que, aunque Hemingway tal vez era mejor que Camus, nunca lo sería más que Saint-Exupéry. Ese, Teresa, era tu gran error. Porque Ernest es mejor que cualquiera, que Albertito y que el pobre taradito de Toño. Y no te molestes, ya te dije que no vale la pena, menos después de tanto tiempo.
La verdad es que me gusta tu nombre. Aunque estés en la lista de máximo peligro. Al costado de otros prontuariados como Momón, Mosca Loca, Diana y Cecilia. Además, es lo que más quiero. No importa lo que dijo Ernie, el rojo. Sus listas me tienen sin cuidado. Mucho menos lo que dijo mamá. Eso ya ni viene a cuento. En todo caso, si de cuentos se trata, tú eres la maestra. O eras. Como cuando escribiste la historia del chino que llegaba a su país, del exilio, después de la muerte de Mao, y lo condenaban por no haber estado presente en su entierro. Cuentos del absurdo, decías. Y eras genial, Teresa. Esa intensidad, esa fuerza en la narración, qué jodidamente buenas eran. Aunque, pensándolo bien, creo que la realidad era más increíble que la ficción. Por lo menos la realidad que era nuestra realidad. Sí, ésa sí era francamente increíble. Porque pateamos el pobre teléfono hasta partirlo. Porque de eso dependía nuestra felicidad -ya ves, no fue tanto así-. Porque estafamos al pobre chino del chifa. Creo que tenías algo contra los asiáticos. El caso es que tú te meabas, el baño del lugar ése costaba cincuenta céntimos y no teníamos ni ferro. Fingimos ser clientes, pedimos un chaufa, me dejaste sentado, fuiste al baño, saliste y corrimos. Gritaste como una loca que nadie podría nunca colonizarnos. Menos unos amarillos roñosos. Qué grandes épocas, Teresa. Qué tales cojudos, Teresa. Así que la realidad superaba la ficción y no había nada que hacer. Por eso Hemingway es mejor que cualquier francesito miserable, Teresa. Más bien lo entendiste.
Y no digas que recuerdo bien todo. No. Recuerdo todo a partir de tu nombre, que es distinto. Y no, no son cursilerías, no te preocupes. Tampoco hay nada de tristeza. Son solo recuerdos o, tal vez, recuerdos de recuerdos. Me gusta pensar en todas las posibilidades. Como el hombre que soñaba que era soñado y que quería soñar con alguien él también. Te gustó esa historia. Lo dijiste muchas veces, hasta el cansancio. Escribiste cartas enteras diciéndome lo hermosa que era. Fue lo primero que hice y me dijiste que tenía el lenguaje, que era todo, y que los maestros estaban conmigo. Yo era feliz con eso. Yo buscaba que te gustara solo a ti. Pero no fuiste la única. También le gustó al fracaso que era nuestro profesor. Y a la amiga de mamá. Espero que no hayas olvidado a Dora, la española. Le decíamos así porque hablaba como española a pesar de ser huancavelicana. Todo porque vivía más de diez años allá y porque la ayudaba el tener los ojos verdes. La última vez que llegó, lo hizo sola, sin el andaluz retrasado de su marido. El andaluz que decía que Barcelona era lo mejor de España, pero lo peor eran los catalanes. ¿Recuerdas cómo me peleaba con él, Teresa? Qué tal hijo de puta. Olvidaba todo, Teresa, la guerra civil, la resistencia heroica de Cataluña, todo. Pero en fin. Dora, la española llegó a Lima sola y mamá le dijo que me había vuelto escritor. Que la culpa era de una de mis amiguitas, una bajita que se vestía como loca y con nombre de loca. Y así empezó, Teresa, aunque no recuerdo muy bien.
La verdad es que Dora era muy atractiva. No lo niego, está bien, no lo niego más. Envidiaba al andaluz. Pero él no puede recordar tu nombre, Teresa. Y eso me hace insuperable. No, no, nada de cursilerías, por supuesto. Déjame que te cuente, luego me juzgas. Creo sin embargo, que no te importará tanto. Dora quiso leer algo mío y le enseñé algo. Un cuento sobre un tipo que cuenta a alguien su vida. Dora me dijo que escribía bien, que no sabía de esa habilidad mía y que le parecía interesante. Me dijo también que había crecido mucho y puso su mano en mi cara. Me acarició sin que viera mamá.
En ese punto, te recordé, Teresa. Entonces todo se volvió una confusión del carajo. Porque apareció la chica de Sociales, que ni debes recordar y apareciste tú, de golpe, sin pausa para pensarlo un poco. Porque ya para entonces habíamos partido el teléfono a patadas y nuestra felicidad se había ido por el tubo de escape. Y porque mamá no solo le confió a Dora, la española, que su hijo era escritor, sino que también era un borracho. Siempre gracias a esa chiquita bastante loca. Entonces Dora dijo que eso no era tan malo, que venga, coño, si supieras cómo son en Barcelona. Ahí se le ocurrió invitarme a salir esa noche. Y esa confusión, Teresa. En la noche nos tomamos unos tragos, conversamos de todo, de Barcelona, de la guerra, de los anarquistas y los rojos, de la vida, del matrimonio, del trabajo, que ella estaba harta. Claro, también hablamos de si yo tenía novia. Pero ya habíamos pateado el teléfono hasta partirlo, Teresa. Cuando nos faltó plata para el hotel, para los treinta soles del cuarto y solo faltaban diez. Entonces dijiste que solo en los teléfonos públicos hay dinero fijo. Y fijo lo rompimos. Y fijo, conseguimos la diez lucas. Así que le dije que no a Dora. No, no tengo novia. Seguimos hablando e hizo su mayor esfuerzo porque me quede claro que su matrimonio iba por el suelo, y que el andaluz era, como creíamos, un huevón. Fue de un momento a otro, Teresa, lo juro. No te molestes por estas cosas que pasaron. Aunque no sé si te moleste tanto. No lo tengo claro, pero cuando me di cuenta estaba besando a Dora, la española, le besaba toda la cara y ella me acariciaba la cabeza, los ojos, todo lo que alcanzara. Me preguntó dónde quedaba el hotel más cercano y fuimos al mismo hotel por el que pagamos las treinta lucas, Teresa. Cuando llegamos, pagamos, subimos, abrí la puerta, entramos y Dora se metió al baño, como tú, Teresa, antes de nada. Y como tú salió sonriente, se acercó, me dio un beso, luego otro, me acarició y nos tumbamos sobre la cama, pasando las manos por todos lados, moviéndonos, mordiéndonos. Y así como tú, Teresa, ella se encargó de todo, de mi ropa, de la suya, de los preservativos, de todo. Se encargó incluso de acariciarme las manos, como tú, Teresa, cuando bebíamos en el bar que estaba cerca de la universidad y me acariciaste las manos y yo supe que ese día seríamos felices. Y felices rompimos el teléfono, y felices fuimos al hotel. Así estuvo Dora esa noche. Así también entré y mientras entraba, dije tu nombre, Teresa y ella lo escuchó y paró. Paró como yo paré cuando no dijiste mi nombre, Teresa, sino el nombre de Ernie, el rojo. Así paró Dora, de un momento a otro y me dijo que se acabó, coño, que era un pendejo, un hijo de puta. Tal y como fuiste tú conmigo esa noche. Pero creo que ya ni debes recordarlo. Creo que ni siquiera te importó. Aunque no lo sé exactamente, porque cuando bebíamos esa noche que íbamos a ser felices, Teresa, me dijiste que te jodía la chica, la de Sociales. Y me acariciaste la mano. Por todo eso, ya no me río de los que creen en el eterno retorno. Ahora no me río de nada. O de casi nada.
Pero ya ves que esto acabó siendo un sermón. Juro que no volverá a pasar la próxima vez. La próxima hablaremos de cosas más alegres, más sin importancia. Yo solo quería recordar tu nombre, Teresa, que es lo único que recuerdo casi siempre. Y eso me hace como el personaje de Hemingway, ése que tiene una breve vida feliz. Ése que ahora te gusta tanto.

domingo, 8 de agosto de 2010

Porque a papá lo respetaban mucho
















No sé si escribirte ahora o después de explicarle a mi mamá. Es que ella no deja de preguntarme qué pasó y yo no quiero decirle nada. En parte porque cree que soy igual a mi papá aun cuando demuestro lo contrario. No sé exactamente por qué. Quizá porque soy lo único que queda de él, quizá porque soy su precioso. Y me disculparás si doy muchas vueltas, pero es que con tantas tonterías siento muchas cosas que no sé cómo decirlas.
Ayer el tipo del que te hablé me buscó la bronca. Me agarró la mochila y me la escondió no sé dónde y la estuve buscando por un buen rato, después del recreo. Y hasta que terminó el recreo estuve buscando la mochila. Entró el profesor en medio de un alboroto, nos mandó callarnos y recién entonces apareció la mochila. Estaba debajo de las carpetas. La habían pisoteado tanto que se había deshilachado y estaba sucia sucia, con tierra por todas partes. Me dio pena porque la mochila me la compró mi mamá. Me dijo que me iba a durar hasta quinto porque era de marca y que la cuidara mucho. Me dijo también que el color me iba perfecto, que era caramelo como yo, canelita, bonito. Cuando encontré la mochila pensé en mamá.
En verdad no te he contado varias cosas de mí. Me da roche, creo. Me da roche pero es mejor que lo sepas ahora. Me siento solo. Y no lo digo porque esté solo, mi mamá siempre dice que ella está conmigo, pero ella no es como papá. Papá era divertido y me contaba cosas divertidas, chistes y esas cosas, no sé si me entiendes. Mi papá era mi papá y no sé, pero no es igual. A veces creo que debí irme con él. Cuando estaba con él nada pasaba, todo estaba bien y nada pasaba. Discúlpame por escribirte así, tan feo, pero es verdad. En todo caso, sucedía lo que sucede entre un padre y su hijo hombre. Me siento solo por eso. Mamá dice que soy el hijo más lindo del mundo, el más precioso, que nadie tiene mi color, canelita, bonito. Pero en el colegio me dicen que soy feo, horrible, que parezco un perro. Y que no tengo amigos. Por eso pasó lo de ayer.
Creo que si me hubiera quedado con mi papá no hubiera cambiado de colegio, ni de casa ni de nada. Todo seguiría igual. Sabes, extraño a mis amigos. Con ellos jugaba fútbol con chapita a la salida. Salíamos del colegio y armábamos dos equipos, uno de lo feítos y el nuestro, el de los bonitos. Ese era siempre mi equipo. Mis amigos estaban ahí así que yo siempre me quedaba con ellos. Encontrábamos una chapita, la que sea, y corríamos hasta tarde, nos hacíamos diez goles y yo era el goleador. Hacía casi todos los goles, me llevaba a uno, dos, tres y me quedaba frente al arco y gol. Siempre me tranquilizaba frente al arco porque un amigo me dijo que los mejores delanteros siempre estaban tranquilos, incluso cuando estaban frente al arco. Entonces yo me llevaba a todo el mundo y cuando estaba solo ante el arquero, me decía: cálmate, apuntaba y hacía goles. Era el goleador del futbol con chapita. Después íbamos a comprar chifles donde el señor de la esquina que se quedaba hasta tarde. Parecía que se quedaba esperándonos, hasta que termináramos el partido y le compráramos chifles. Dos, tres paquetes. Me gustaba mucho el colegio, estar con mis amigos. Y estaba siempre con mi papá.
Pero mi papá se fue sin decir nada. Él siempre me decía cuándo se iba de viaje y entonces yo le decía que me llevara, porque me gustaba ir a ver a mi abuela y que me cocinara huevo pasadito. Pero esa vez no me dijo nada y al día siguiente mamá me dijo que nos íbamos a otro lado. Mamá estaba llorando ese día y repetía siempre tanto tiempo perdido y cantaba una canción. Hay cariño todavía, repetía, cantando una y otra vez. Ese día dormimos en casa de una tía y luego donde un tío que tenía una pistola. Estaba molesto y decía que tenía una pistola y que la iba a usar. Hasta ahora no entiendo bien eso. Creo que mamá se fue con él toda la noche. No sé bien. Me llevaron al cuarto a dormir y se fueron, y no supe más hasta que me despertó ella al día siguiente. Solo sé que hubiera sido mejor quedarme con mi papá.
Me disculparás por molestarte con mis cosas. Son tonterías que muchas veces he pensado que invento. Pero es que de verdad me siento solo. Mamá me cuenta muchas cosas de papá. Dice que cuando se conocieron, él era fuerte, muy fuerte y que la cuidaba por todas partes y que todos los saludaban y le decían buenos días, joven. Mi papá era fuerte y alto, dice mi mamá. También dice que me parezco a él. Yo de verdad no sé.
Por todo eso me dio pena lo de la mochila y que me digan que no tengo amigos, porque papá sí los tuvo y yo me parezco a él: no puedo dejar de parecerme a él. Mi papá es mi papá. Y mi mamá dice que yo soy su hijo precioso, lindo, canelita. Que soy el más bonito del mundo. Eso me da más pena y más todavía cuando el tipo del que te hablé me escondió la mochila. No es fácil ser nuevo en el colegio. Como te dije, extraño a mis amigos, a las monjitas de mi colegio. En este colegio todos somos hombres y no hay monjitas, a veces creo que no hay ni Dios acá. Me da miedo, pero no le digo nada a mamá, ella dice que es un buen colegio, que antes era peor, cuando estudió mi tío, el de la pistola. Que los tipos estos se trepaban por los muros y que saltaban a la calle y se iban. Yo no puedo hacer eso porque qué diría mamá si me encuentran. Yo no quiero que se preocupe, no más por lo menos.
Cuando mi tío, el de la pistola, viene, me cuenta también lo que hacía en el colegio. Pero no puedo escucharle mucho porque viene solo en las noches y me da un sueño insoportable. En la mañana ya no lo veo, no sé a qué hora se va. Ni para que me siga contando. Lo único que llego a escuchar bien es cuando dice que él se preocupa por mamá y también por mí.
Bueno, no quiero aburrirte, además siento que estoy escribiendo horrible, espero que me disculpes eso. Imagino que estás esperando que te diga qué pasó. Como te dije el tipo ese me buscó la bronca porque me escondió la mochila. Como empezamos la clase no dije nada y esperé. Era la clase religión y estuvimos viendo esto de las parábolas y las enseñanzas de Cristo, lo del golpe en la mejilla y que debemos dar la otra mejilla. No sé por qué miré hacia él, le vi el corte que tenía en la cara, el que ya te dije, el chiquito que tiene en la sien. Es un poco raro porque dicen que tiene mi edad y yo nunca me he imaginado con cortes en la cara. En fin. Después de religión lo busqué. Estábamos de salida así que lo agarré de la mochila desde atrás y lo jalé hacia mí para patearlo. Lo pateé con rabia, porque mi mamá me había comprado esa mochila hasta quinto y recién llevaba un mes y ya estaba rota y llena de tierra. Me molestaba sobre todo que fuera él porque me molesta a cada rato. Bota mis lapiceros y saca hojas de mi cuaderno, en la parte del medio. Yo no me daba cuenta, pero me han dicho que eso hace y ahora sé por qué se me acabó el cuaderno de matemática. Por todo lo pateé, quería que se caiga, que le duela, que llore, quería patearlo más y más, hasta que me pida perdón, hasta que me ruegue.
Pero solo le di en la mochila. No lo toqué. No te rías por favor, me da vergüenza porque mi papá sí le hubiera pegado, a él lo respetaban. A mí no. Apenas le cayó la patada, se volteó y me agarró del cuello y me tumbó. Yo no quería que me doliera, no me gusta el dolor, me da miedo. Me pegó en la barriga y sentí un hueco ahí, un hueco grande que no me dejaba respirar. Lo peor es que me pegó varias veces ahí, me quitó los zapatos y me arrastró por el piso de los pies.
Qué te pasa, ahuevado, me dijo. Me paré y busqué mis zapatos por todos lados, hasta que los encontré en el jardín del otro pabellón. Ya sabes, mi colegio se divide en pabellones. Creo que ya te he contado eso hace tiempo. Son pabellones por cada grado y encontré mis zapatos en el pabellón de tercero. Cuando los encontré todos me miraban callados. Creo que sentían pena de mí, me dio mucha vergüenza. Si papá los viera, les pegaría, seguro que lo respetarían porque mamá dice que a él todos lo respetaban. Por eso no sé qué decirle a mamá ahora que me pregunta qué pasó, que por qué llegue con la mochila y el pantalón sucios, por qué mi mochila está rota, por qué por qué por qué. Ella se alarma por cualquier cosa, siempre está cuidándome en todo, porque para ella yo soy su hijo precioso. No sabe que soy feo como un perro, que así me llaman en el colegio.
Espera, mamá me grita, ahorita vengo.
Tuve que contarle todo, lo del tipo ese y que me molestan y lo de la mochila y la pelea. Dice que va a ir al colegio a quejarse, que eso no puede quedarse así, no puede. Que es una barbaridad porque los niños antes, cuando ella era niña, no se portaban así. Yo no sé nada de eso, solo sé que no quiero que vaya mi tío al colegio con mi mamá. Mi tío, el de la pistola. Ella me ha dicho que irá con él, porque siempre nos defiende. No importa lo que sea o lo que pase, él siempre nos defiende. A mí y a ella. Que cualquiera que nos haga sentir tristes, tiene que vérselas con él.
Mamá me está llamando de nuevo. Otro día te escribo otra carta. No olvides responderme.

martes, 27 de julio de 2010

Breve imagen de una noche perfecta




















I was trying to catch your eyes
Thought that you was trying to hide

John Lennon



Bailas
lento frente a un espejo.
Sonríes,
giras la cabeza hacia él,
que te rodea por la cintura
y te devuelve la sonrisa.

Bailas
el salón está rodeado por espejos
y luces frías.
Todo está en su lugar,
él te da un beso
y tú cierras los ojos para soñar
con la eternidad.

Porque al fin y al cabo
es mejor creer que estás
sola con él
en el mundo.
Porque al fin y al cabo
es mejor pensar que
no existe un después de.

Bailas
eso es lo importante.
y en tus ojos quedan fijos
tu propia imagen frente al espejo,
su sonrisa
su beso
y sus brazos que te rodean la cintura.

viernes, 23 de julio de 2010

Como una andadera















Lo único que quiero
es servirte
de andadera.
Ser por ejemplo,
el equino que te lleva,
feliz, entre la hierba.

Quiero también
que te recuestes
donde quieras.
Y verte cruzar las piernas,
muslo sobre muslo,
encogiéndose tu falda
provocativa y pequeña.

Finalmente,
quiero que al regresar me des
una palmada en la cabeza.
Y me mandes a dormir
hasta que quieras que te sirva
otra vez, feliz,
de andadera.