jueves, 25 de febrero de 2010

Una mujer con tacos



Según su opinión, era mejor tomarse un trago. Uno o unos cuantos antes de ir a casa y dormir. Ahora no estaba seguro de esa afirmación y pensaba que, después de todo, eso también dependía de qué se consideraba mejor y peor. Pero en ese momento José Valdez decidió empujar la puerta de madera y entrar a la cantina. La cantina era una vieja casona de adobe. Una vieja casona que tenía piso de baldosas renegridas y grasientas. Aunque siendo justos, había espacios donde las baldosas eran de un amarillo impecable. José entró a la cantina y buscó una mesa. La ubicó rápidamente y verificó que la única silla estuviera en buenas condiciones. Tomaba esa precaución porque recordaba siempre un suceso desagradable. Y ahora que se daba cuenta, era un suceso que marcó un antes y un después. Se sentó. Una vez instalado se dio cuenta que la gente se había agrupado, no sabía si bajo algún criterio o por mera coincidencia, en dos grupos: los hombres con mujeres y los hombres que no las tenían. Descubrió que, también sin darse cuenta, él se había sentado en el grupo de los sin pareja.

(José iba con una mujer. Querían tomarse unos tragos. Él creía que esa noche era suya y ella creía que él era divertido. Le parecía, más exactamente, divertido y churro. Entonces entraron a un bar, el SQBar. Encontraron a varios viejos gritando sandeces. “S-Q-LO-BAR-LE” gritaba uno y los demás reían. Ella parecía no oírlos. Él no se molestaba porque ella parecía no oírlos. Ella dejó su bolso en la mesa y se sentó. Él hizo lo mismo. Pero al hacerlo, el respaldar de la silla se abrió y José cayó de culo. Los viejos que gritaban sandeces estallaron. Nada pudo haberlos hecho sentir mejor. Cuando José se paró, ella, la mujer que lo acompañaba y que al inicio de la noche iba a ser suya, había empezado a escuchar a los viejos y se notaba incómoda. Entonces José supo que esa noche marcaría un antes y un después.)

Alzó el brazo y silbó. Un hombre pequeño con camisa de mangas cortas se le cuadró al lado. Una cerveza helada. El hombrecillo se dio la vuelta y se escabulló entre las mesas. José examinó nuevamente el lugar. Para ser precisos, examinó a los tipos que tenía alrededor de sí. Observó a uno que bebía su trago agachado, a grandes sorbos y con mucho ruido. Era gordo y tenía una barba espesa. Cuando alzaba la cabeza se dejaba ver espuma en su mentón, que se limpiaba con el antebrazo. Vio también a uno que estaba muy sonriente, no agachaba la cabeza al beber y miraba a todos lados. José pensó que era un poco nervioso. El hombre pequeño con camisa de mangas cortas le trajo una botella de cerveza, un vaso reluciente y un cenicero.
-No fumo –dijo José, retirando el cenicero.
-Ah, bueno –dijo el otro mientras recogía el cenicero y se daba la vuelta y se dirigía a otra mesa.

José se sirvió un vaso cepillado de cerveza. Recordó que una mujer, otra, hace mucho tiempo, le había enseñado a servirse así. Tomó un trago y sintió cómo reventaba la espuma en su boca. No estaba tan helada. Miró de nuevo a la gente. En una mesa, al otro extremo de la cantina, un hombre era acariciado en la cara. Ella se acercaba al hombre, a su hombre, y le daba un beso en la nariz y sonreía. El hombre tenía una expresión agria, pero el beso lo hizo sonreír. Entonces vio a la pareja abrazarse. José tomó lo que quedaba en el vaso de golpe. Acomodó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y apoyó su cara sobre las manos.

(José se sentía feliz en ese tiempo. José había encontrado a la mujer que le encajaba a la perfección y con la cual, pensaba, todo podría funcionar como un engranaje. José había salido con ella durante tres meses y se habían dado cuenta de que tenían que compartir sus vidas. José tuvo esa revelación cuando ella le enseñó a servirse un vaso de cerveza y lo besó. Sí, iban a compartir sus vidas. Pero ella parecía no tener eso muy claro. Porque se lo dijo después de la pelea. La pelea que se produjo cuando José la descubrió con otro en el mismo bar, enseñándole lo mismo, y con el adicional que lo besaba una y otra vez, ininterrumpidamente. Quizá la clasecita podía tolerárselo, pero la besuqueada no. Entonces ella le dijo que no se imaginaba a sí misma con un solo tipo por treinta, cuarenta años. José, con la cara congelada en una mueca de pavor, se dijo que nada a partir de ese momento podía devolverle la fe. José, ahora, frente a su vaso de cerveza, pensó que ese había sido el día que marcó, de verdad, un antes y un después.)

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En la entrada de la cantina apareció una mujer. Una mujer seguida de un hombre. Ella era alta, tenía el pelo ondulado y usaba unos tacones finísimos. El hombre vestía de negro y llevaba un bolso colgado de su hombro. A primera vista parecía casi imposible que vayan juntos. La gente pareció no darse cuenta de que iban acompañándose. Es más, la gente no percibió siquiera al hombre de negro.
El hombre de negro se sentó en una mesa ubicada al lado de la puerta. José lo observó sacar un cuaderno y un lapicero de su bolso. La mujer alta, que ya hace un rato estaba en mitad de la cantina, se acercó al hombre gordo y de barba. José vio cómo se acercó al gordo de barba con una sonrisa y le dijo algo. Pensó que, lógicamente, debió decirle hola. El gordo la miró, de arriba abajo con un movimiento de cabeza y lanzó un gruñido que José oyó perfectamente. La mujer no dejó de sonreír.
- ¿No quieres hablar?
- Hrrrmm –gruñó otra vez el gordo.

Mientras, el hombre de negro escribía en su cuaderno: “La carnada se ha lanzado. Ella se ha acercado al primer ejemplar, pero éste ha reaccionado negativamente. Las posibles causas de tal reacción están por ahora, fuera de mi capacidad de análisis. Sin embargo, puedo lanzar algunas hipótesis. Tal vez esté preocupado y distraído por razones de orden material. Tal vez esté deprimido por razones de orden espiritual. Ambas hipótesis son igual de poderosas, aunque falten desarrollarlas”.

José vio que la mujer giraba ligeramente hacia el hombre de negro, como esperando que le dijera algo. Al ver que seguía escribiendo en su cuaderno, buscó en otra mesa. Encontró al hombre sonriente. José apartó de sí la botella de cerveza. El hombre de negro levantó la cabeza y observó a la mujer de tacos.

La mujer de tacos se acercó al sonriente. José vio que también le sonreía. El sonriente la miró. La miró al mismo tiempo que tomaba su vaso de cerveza. Acabó, dejó el vaso sobre la mesa, se dirigió a tomar una silla y la puso junto a la suya. Le dijo algo a la mujer que José no pudo escuchar. Cuando vio a la mujer de tacones sentarse, supo que le había pedido sentarse con él. El sonriente gritó. El mozo con camisa de mangas cortas se acercó y se retiró después de recibir instrucciones.

Mientras, el hombre de negro escribía en su cuaderno: “El segundo ejemplar parece haber picado la carnada. Le ha ofrecido una silla y ella, lógicamente, ha aceptado acompañarlo. El ejemplar ha pedido una cerveza y ahora el mozo se la trae. El mozo mira a la carnada, principalmente sus pechos. No cabe duda, es una buena carnada. Parecen muy animados. Este segundo ejemplar es definitivamente lo que estaba buscando. Él le habla, por ahora con mucha discreción. (El hombre de negro tacha la última oración). Le hace preguntas. Deduzco esto porque él habla poco y ella siempre después habla mucho y mueve las manos, como explicando algo. Como haciéndose entender. Ahora se ríen. Es increíble cómo llegan a simpatizar tan bien tan rápido”.

Reían. José vio que ahora ella hacía preguntas. Él se reía y respondía con frases cortas. No movía mucho los labios. Un sí o un no. El sonriente pide una nueva cerveza. Parece que entre dos las cervezas son más ricas, piensa José. El sonriente extiende el brazo por el respaldar de la silla de la mujer de tacos. También cruza las piernas, poniendo un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna. Ella mira de reojo el brazo del sonriente. José sonríe. Se ha olvidado del hombre de negro. Pareciera que no existe. Mira detenidamente los movimientos de la nueva pareja que se ha formado y que rompe, sin querer, la división de la cantina. La mujer de tacos cruza las piernas. Sus muslos parecen gruesos y largos y suaves. José, por un momento, piensa en la mujer que hace mucho tiempo le enseñó a servir un vaso cepillado de cerveza. Pero la olvida rápidamente. Ahora el sonriente empieza a acariciar el pelo de ella, la de tacos. Al acariciarla le dice algo gracioso. Ambos ríen a carcajadas. Ella todavía con una sonrisa, retira la mano del sonriente.

Mientras, el hombre de negro escribía en su cuaderno: “Además de buena carnada, es hábil. No deja que el segundo ejemplar se acerque demasiado. Ese es el truco: no puede acercarse demasiado. El segundo ejemplar ha pretendido dar un paso astuto acariciándole el pelo, pero ella se lo ha retirado de tal forma que él no lo tome ofensivamente. Es una buena carnada. (El hombre de negro tacha la última oración y sacude la cabeza). Ella sigue hablando, va poco a poco, primero le habla, le sonríe, le acaricia las manos. Pero es ella quien toca. Cuando él busca tocar sus manos ella las retira. Cuando vuelve a tocar su pelo, ella vuelve a rechazarlo. El segundo ejemplar parece confundido. Debemos seguir en esto hasta el final. (El hombre de negro vuelve a sacudir la cabeza, empieza a escribir “es una buena carnada”, pero lo tacha casi inmediatamente)”.

El sonriente parece que no sabe qué hacer. Esa mujer parece confundirlo. José piensa que es un poco extraña. Ha olvidado al hombre de negro. Piensa que es atractiva, pero muy extraña. Ella toca al sonriente en las manos, se ríe, tira la cabeza hacia atrás mientras ríe, dejando al descubierto su largo cuello blanco. Un precioso cuello blanco, piensa José. El sonriente ahora baja el brazo que había desplegado sobre el respaldar de la silla de la mujer de tacos. Toca los hombros de la mujer de tacos. La abraza. El sonriente ya no ríe. En todo caso, ríe pero tenso. Sí, piensa José, es una risa tensa, un intento por mantener la situación en un natural relajo a pesar del cambio de posiciones. Del audaz movimiento, piensa José. Pero la mujer de tacos encoge los hombros haciendo evidente que ha adivinado la intención del sonriente. El sonriente no retira el brazo de los hombros. Ella sigue encogiéndolos. Quiere escurrirse. El sonriente levanta el otro brazo y la cierra como un cerrojo. Parece ebrio, piensa José. Parece ebrio y además excitado. José piensa en la mujer que le enseñó a servir un vaso cepillado de cerveza hace mucho tiempo. Piensa también en que él también había querido abrazarla en situaciones así, que no podía controlarse con ella en situaciones así. Pero la olvida rápidamente. Ahora la mujer de tacos mueve el cuerpo de un lado a otro tratando de zafarse al sonriente y mira hacia la puerta. José no sabe qué hacer.

Mientras, el hombre de negro aparece de la nada, corriendo. Toma a la mujer de tacos del brazo y la jala hacia sí. La jala con tal fuerza que rompe el cerrojo del sonriente. Éste, se levanta y tira la silla al suelo. Agarra la botella por el pico y la estrella contra la mesa. La gente de todas las mesas se vuelve hacia el espectáculo. Algunos se levantan. El sonriente se balancea sobre sus piernas. Está ebrio. El hombre de negro no se acerca, parece que lo midiera. Los hombres de otras mesas se acercan. Las mujeres gritan. La mujer de tacos grita más, mucho más. El sonriente, había cambiado la sonrisa por una mirada fría y fija. Escupe en el piso. José no quiere ver, no quiere oír. Pero oye gritos, gritos masculinos, femeninos y gritos indefinidos. Baja la cabeza y vuelve a oír gritos, el sonido de unos vidrios que se rompen, sillas que se caen, mesas que se arrastran, voces de hombres y un ruido seco en el piso renegrido de la cantina. Cuando alzó la cabeza, dos tipos tenían al sonriente en el piso y uno le sujetaba la mano que antes tenía la botella rota y que ahora había desaparecido. José había sentido pánico.

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José se acercó al mozo de camisa con mangas cortas. Pero recordó que ya había pagado y salió del local. José pensó que esa noche había sido extraña. Un trago no había resultado tan placentero. O quizá sí, depende de qué se entiende por placer. Mientras caminaba buscando un taxi, recordó a la mujer de hace mucho tiempo y que había marcado un antes y un después para él. Luego pensó en el hombre de negro y en la mujer de tacos. Sintió lástima por el sonriente.
Una vez en el taxi que lo conducía a casa, para dormir y despertarse mañana y volver a repetir lo mismo de todos los días, José pensó que las personas eran muy extrañas. Esa noche eran la prueba de eso. Pensó, asimismo, en que bien valía estudiarlos.