jueves, 23 de septiembre de 2010

Solo quería recordar tu nombre






















…la huella del narrador queda adherida a la narración, como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro.
Walter Benjamin



Lo que más recuerdo ahora, es tu nombre, Teresa. Tu nombre porque alguien me dijo que existían nombres peligrosos. Y Teresa está en la lista, dijo. Y tu nombre, además, porque mamá dice que ellos hacen a las personas. Por eso ella eran tan jodida y yo medio huevón. Y tú estabas loca.
La verdad es que sí, estabas loca. Y no te molestes si lo digo, no, es con cariño, con todo el amor del mundo. No vale que te molestes después de tanto tiempo. Menos por algo tan sin importancia. Sobre todo si ni te importa qué creo de ti. Finalmente, eso sí era cierto: nunca te importó tanto. Como aquella vez que te dije que había agarrado con la chica ésa, la de Sociales, la hermana de mi pata, el de la facultad. Que él me odió durante un año entero y que me quiso pegar dos veces. No te importó tanto. No recordarás, siquiera, que hablábamos de cómo entendía Hegel la historia y que nos burlamos de los pobres idiotas que creían en el eterno retorno. Entonces, me dio una copa de vino, le tomé la mano y nos besamos. Nos besamos como si supiéramos que nunca más lo haríamos. Eso, según me di cuenta, ni te inmutó. Aunque a veces no sé.
Pero no es momento de hablar de cosas tristes, Teresa. Después de todo, tu nombre es lo que más recuerdo. O será que es el recuerdo que más quiero. Y lo digo sin cursilerías, por supuesto, nada de mierdas sentimentales, nada de eso. Lo digo solamente porque no recuerdo ni cómo te conocí. Recuerdo más bien que pateamos el teléfono de la esquina de mi casa hasta partirlo. Dijiste que ahí encontraríamos dinero y seríamos felices. Ya ves que no fue así. Y después ya no te importó tanto. Pero ahora que escucho el sonido de tu nombre, recuerdo el sonido de los nombres de Hemingway y de Camus. Y creo que ya recordé cómo te conocí, Teresa. No me digas, no me soples. Nada de ayuda, no jodas. Fue cuando discutíamos sobre cómo la literatura está muy vinculada a todo proceso social. Sí, por ahí fue. En clase de ese profesor que decían que era un genio, pero no era más que un fracaso. Porque eso era, ni más ni menos. Y tú dijiste que la mejor prueba de que lo social influía en la ficción era la literatura francesa de entreguerras y posguerra. Que eso era lo más grande que se había hecho en el siglo veinte. Tú sabes que estabas equivocada; luego, mucho tiempo después, lo reconociste. Porque entonces te refuté. No, la compañera está confundida, profesor, lo más grande es la literatura norteamericana. Y se acabó la clase para mi mala suerte, pero para la buena tuya. Porque me gritaste después que, aunque Hemingway tal vez era mejor que Camus, nunca lo sería más que Saint-Exupéry. Ese, Teresa, era tu gran error. Porque Ernest es mejor que cualquiera, que Albertito y que el pobre taradito de Toño. Y no te molestes, ya te dije que no vale la pena, menos después de tanto tiempo.
La verdad es que me gusta tu nombre. Aunque estés en la lista de máximo peligro. Al costado de otros prontuariados como Momón, Mosca Loca, Diana y Cecilia. Además, es lo que más quiero. No importa lo que dijo Ernie, el rojo. Sus listas me tienen sin cuidado. Mucho menos lo que dijo mamá. Eso ya ni viene a cuento. En todo caso, si de cuentos se trata, tú eres la maestra. O eras. Como cuando escribiste la historia del chino que llegaba a su país, del exilio, después de la muerte de Mao, y lo condenaban por no haber estado presente en su entierro. Cuentos del absurdo, decías. Y eras genial, Teresa. Esa intensidad, esa fuerza en la narración, qué jodidamente buenas eran. Aunque, pensándolo bien, creo que la realidad era más increíble que la ficción. Por lo menos la realidad que era nuestra realidad. Sí, ésa sí era francamente increíble. Porque pateamos el pobre teléfono hasta partirlo. Porque de eso dependía nuestra felicidad -ya ves, no fue tanto así-. Porque estafamos al pobre chino del chifa. Creo que tenías algo contra los asiáticos. El caso es que tú te meabas, el baño del lugar ése costaba cincuenta céntimos y no teníamos ni ferro. Fingimos ser clientes, pedimos un chaufa, me dejaste sentado, fuiste al baño, saliste y corrimos. Gritaste como una loca que nadie podría nunca colonizarnos. Menos unos amarillos roñosos. Qué grandes épocas, Teresa. Qué tales cojudos, Teresa. Así que la realidad superaba la ficción y no había nada que hacer. Por eso Hemingway es mejor que cualquier francesito miserable, Teresa. Más bien lo entendiste.
Y no digas que recuerdo bien todo. No. Recuerdo todo a partir de tu nombre, que es distinto. Y no, no son cursilerías, no te preocupes. Tampoco hay nada de tristeza. Son solo recuerdos o, tal vez, recuerdos de recuerdos. Me gusta pensar en todas las posibilidades. Como el hombre que soñaba que era soñado y que quería soñar con alguien él también. Te gustó esa historia. Lo dijiste muchas veces, hasta el cansancio. Escribiste cartas enteras diciéndome lo hermosa que era. Fue lo primero que hice y me dijiste que tenía el lenguaje, que era todo, y que los maestros estaban conmigo. Yo era feliz con eso. Yo buscaba que te gustara solo a ti. Pero no fuiste la única. También le gustó al fracaso que era nuestro profesor. Y a la amiga de mamá. Espero que no hayas olvidado a Dora, la española. Le decíamos así porque hablaba como española a pesar de ser huancavelicana. Todo porque vivía más de diez años allá y porque la ayudaba el tener los ojos verdes. La última vez que llegó, lo hizo sola, sin el andaluz retrasado de su marido. El andaluz que decía que Barcelona era lo mejor de España, pero lo peor eran los catalanes. ¿Recuerdas cómo me peleaba con él, Teresa? Qué tal hijo de puta. Olvidaba todo, Teresa, la guerra civil, la resistencia heroica de Cataluña, todo. Pero en fin. Dora, la española llegó a Lima sola y mamá le dijo que me había vuelto escritor. Que la culpa era de una de mis amiguitas, una bajita que se vestía como loca y con nombre de loca. Y así empezó, Teresa, aunque no recuerdo muy bien.
La verdad es que Dora era muy atractiva. No lo niego, está bien, no lo niego más. Envidiaba al andaluz. Pero él no puede recordar tu nombre, Teresa. Y eso me hace insuperable. No, no, nada de cursilerías, por supuesto. Déjame que te cuente, luego me juzgas. Creo sin embargo, que no te importará tanto. Dora quiso leer algo mío y le enseñé algo. Un cuento sobre un tipo que cuenta a alguien su vida. Dora me dijo que escribía bien, que no sabía de esa habilidad mía y que le parecía interesante. Me dijo también que había crecido mucho y puso su mano en mi cara. Me acarició sin que viera mamá.
En ese punto, te recordé, Teresa. Entonces todo se volvió una confusión del carajo. Porque apareció la chica de Sociales, que ni debes recordar y apareciste tú, de golpe, sin pausa para pensarlo un poco. Porque ya para entonces habíamos partido el teléfono a patadas y nuestra felicidad se había ido por el tubo de escape. Y porque mamá no solo le confió a Dora, la española, que su hijo era escritor, sino que también era un borracho. Siempre gracias a esa chiquita bastante loca. Entonces Dora dijo que eso no era tan malo, que venga, coño, si supieras cómo son en Barcelona. Ahí se le ocurrió invitarme a salir esa noche. Y esa confusión, Teresa. En la noche nos tomamos unos tragos, conversamos de todo, de Barcelona, de la guerra, de los anarquistas y los rojos, de la vida, del matrimonio, del trabajo, que ella estaba harta. Claro, también hablamos de si yo tenía novia. Pero ya habíamos pateado el teléfono hasta partirlo, Teresa. Cuando nos faltó plata para el hotel, para los treinta soles del cuarto y solo faltaban diez. Entonces dijiste que solo en los teléfonos públicos hay dinero fijo. Y fijo lo rompimos. Y fijo, conseguimos la diez lucas. Así que le dije que no a Dora. No, no tengo novia. Seguimos hablando e hizo su mayor esfuerzo porque me quede claro que su matrimonio iba por el suelo, y que el andaluz era, como creíamos, un huevón. Fue de un momento a otro, Teresa, lo juro. No te molestes por estas cosas que pasaron. Aunque no sé si te moleste tanto. No lo tengo claro, pero cuando me di cuenta estaba besando a Dora, la española, le besaba toda la cara y ella me acariciaba la cabeza, los ojos, todo lo que alcanzara. Me preguntó dónde quedaba el hotel más cercano y fuimos al mismo hotel por el que pagamos las treinta lucas, Teresa. Cuando llegamos, pagamos, subimos, abrí la puerta, entramos y Dora se metió al baño, como tú, Teresa, antes de nada. Y como tú salió sonriente, se acercó, me dio un beso, luego otro, me acarició y nos tumbamos sobre la cama, pasando las manos por todos lados, moviéndonos, mordiéndonos. Y así como tú, Teresa, ella se encargó de todo, de mi ropa, de la suya, de los preservativos, de todo. Se encargó incluso de acariciarme las manos, como tú, Teresa, cuando bebíamos en el bar que estaba cerca de la universidad y me acariciaste las manos y yo supe que ese día seríamos felices. Y felices rompimos el teléfono, y felices fuimos al hotel. Así estuvo Dora esa noche. Así también entré y mientras entraba, dije tu nombre, Teresa y ella lo escuchó y paró. Paró como yo paré cuando no dijiste mi nombre, Teresa, sino el nombre de Ernie, el rojo. Así paró Dora, de un momento a otro y me dijo que se acabó, coño, que era un pendejo, un hijo de puta. Tal y como fuiste tú conmigo esa noche. Pero creo que ya ni debes recordarlo. Creo que ni siquiera te importó. Aunque no lo sé exactamente, porque cuando bebíamos esa noche que íbamos a ser felices, Teresa, me dijiste que te jodía la chica, la de Sociales. Y me acariciaste la mano. Por todo eso, ya no me río de los que creen en el eterno retorno. Ahora no me río de nada. O de casi nada.
Pero ya ves que esto acabó siendo un sermón. Juro que no volverá a pasar la próxima vez. La próxima hablaremos de cosas más alegres, más sin importancia. Yo solo quería recordar tu nombre, Teresa, que es lo único que recuerdo casi siempre. Y eso me hace como el personaje de Hemingway, ése que tiene una breve vida feliz. Ése que ahora te gusta tanto.

domingo, 8 de agosto de 2010

Porque a papá lo respetaban mucho
















No sé si escribirte ahora o después de explicarle a mi mamá. Es que ella no deja de preguntarme qué pasó y yo no quiero decirle nada. En parte porque cree que soy igual a mi papá aun cuando demuestro lo contrario. No sé exactamente por qué. Quizá porque soy lo único que queda de él, quizá porque soy su precioso. Y me disculparás si doy muchas vueltas, pero es que con tantas tonterías siento muchas cosas que no sé cómo decirlas.
Ayer el tipo del que te hablé me buscó la bronca. Me agarró la mochila y me la escondió no sé dónde y la estuve buscando por un buen rato, después del recreo. Y hasta que terminó el recreo estuve buscando la mochila. Entró el profesor en medio de un alboroto, nos mandó callarnos y recién entonces apareció la mochila. Estaba debajo de las carpetas. La habían pisoteado tanto que se había deshilachado y estaba sucia sucia, con tierra por todas partes. Me dio pena porque la mochila me la compró mi mamá. Me dijo que me iba a durar hasta quinto porque era de marca y que la cuidara mucho. Me dijo también que el color me iba perfecto, que era caramelo como yo, canelita, bonito. Cuando encontré la mochila pensé en mamá.
En verdad no te he contado varias cosas de mí. Me da roche, creo. Me da roche pero es mejor que lo sepas ahora. Me siento solo. Y no lo digo porque esté solo, mi mamá siempre dice que ella está conmigo, pero ella no es como papá. Papá era divertido y me contaba cosas divertidas, chistes y esas cosas, no sé si me entiendes. Mi papá era mi papá y no sé, pero no es igual. A veces creo que debí irme con él. Cuando estaba con él nada pasaba, todo estaba bien y nada pasaba. Discúlpame por escribirte así, tan feo, pero es verdad. En todo caso, sucedía lo que sucede entre un padre y su hijo hombre. Me siento solo por eso. Mamá dice que soy el hijo más lindo del mundo, el más precioso, que nadie tiene mi color, canelita, bonito. Pero en el colegio me dicen que soy feo, horrible, que parezco un perro. Y que no tengo amigos. Por eso pasó lo de ayer.
Creo que si me hubiera quedado con mi papá no hubiera cambiado de colegio, ni de casa ni de nada. Todo seguiría igual. Sabes, extraño a mis amigos. Con ellos jugaba fútbol con chapita a la salida. Salíamos del colegio y armábamos dos equipos, uno de lo feítos y el nuestro, el de los bonitos. Ese era siempre mi equipo. Mis amigos estaban ahí así que yo siempre me quedaba con ellos. Encontrábamos una chapita, la que sea, y corríamos hasta tarde, nos hacíamos diez goles y yo era el goleador. Hacía casi todos los goles, me llevaba a uno, dos, tres y me quedaba frente al arco y gol. Siempre me tranquilizaba frente al arco porque un amigo me dijo que los mejores delanteros siempre estaban tranquilos, incluso cuando estaban frente al arco. Entonces yo me llevaba a todo el mundo y cuando estaba solo ante el arquero, me decía: cálmate, apuntaba y hacía goles. Era el goleador del futbol con chapita. Después íbamos a comprar chifles donde el señor de la esquina que se quedaba hasta tarde. Parecía que se quedaba esperándonos, hasta que termináramos el partido y le compráramos chifles. Dos, tres paquetes. Me gustaba mucho el colegio, estar con mis amigos. Y estaba siempre con mi papá.
Pero mi papá se fue sin decir nada. Él siempre me decía cuándo se iba de viaje y entonces yo le decía que me llevara, porque me gustaba ir a ver a mi abuela y que me cocinara huevo pasadito. Pero esa vez no me dijo nada y al día siguiente mamá me dijo que nos íbamos a otro lado. Mamá estaba llorando ese día y repetía siempre tanto tiempo perdido y cantaba una canción. Hay cariño todavía, repetía, cantando una y otra vez. Ese día dormimos en casa de una tía y luego donde un tío que tenía una pistola. Estaba molesto y decía que tenía una pistola y que la iba a usar. Hasta ahora no entiendo bien eso. Creo que mamá se fue con él toda la noche. No sé bien. Me llevaron al cuarto a dormir y se fueron, y no supe más hasta que me despertó ella al día siguiente. Solo sé que hubiera sido mejor quedarme con mi papá.
Me disculparás por molestarte con mis cosas. Son tonterías que muchas veces he pensado que invento. Pero es que de verdad me siento solo. Mamá me cuenta muchas cosas de papá. Dice que cuando se conocieron, él era fuerte, muy fuerte y que la cuidaba por todas partes y que todos los saludaban y le decían buenos días, joven. Mi papá era fuerte y alto, dice mi mamá. También dice que me parezco a él. Yo de verdad no sé.
Por todo eso me dio pena lo de la mochila y que me digan que no tengo amigos, porque papá sí los tuvo y yo me parezco a él: no puedo dejar de parecerme a él. Mi papá es mi papá. Y mi mamá dice que yo soy su hijo precioso, lindo, canelita. Que soy el más bonito del mundo. Eso me da más pena y más todavía cuando el tipo del que te hablé me escondió la mochila. No es fácil ser nuevo en el colegio. Como te dije, extraño a mis amigos, a las monjitas de mi colegio. En este colegio todos somos hombres y no hay monjitas, a veces creo que no hay ni Dios acá. Me da miedo, pero no le digo nada a mamá, ella dice que es un buen colegio, que antes era peor, cuando estudió mi tío, el de la pistola. Que los tipos estos se trepaban por los muros y que saltaban a la calle y se iban. Yo no puedo hacer eso porque qué diría mamá si me encuentran. Yo no quiero que se preocupe, no más por lo menos.
Cuando mi tío, el de la pistola, viene, me cuenta también lo que hacía en el colegio. Pero no puedo escucharle mucho porque viene solo en las noches y me da un sueño insoportable. En la mañana ya no lo veo, no sé a qué hora se va. Ni para que me siga contando. Lo único que llego a escuchar bien es cuando dice que él se preocupa por mamá y también por mí.
Bueno, no quiero aburrirte, además siento que estoy escribiendo horrible, espero que me disculpes eso. Imagino que estás esperando que te diga qué pasó. Como te dije el tipo ese me buscó la bronca porque me escondió la mochila. Como empezamos la clase no dije nada y esperé. Era la clase religión y estuvimos viendo esto de las parábolas y las enseñanzas de Cristo, lo del golpe en la mejilla y que debemos dar la otra mejilla. No sé por qué miré hacia él, le vi el corte que tenía en la cara, el que ya te dije, el chiquito que tiene en la sien. Es un poco raro porque dicen que tiene mi edad y yo nunca me he imaginado con cortes en la cara. En fin. Después de religión lo busqué. Estábamos de salida así que lo agarré de la mochila desde atrás y lo jalé hacia mí para patearlo. Lo pateé con rabia, porque mi mamá me había comprado esa mochila hasta quinto y recién llevaba un mes y ya estaba rota y llena de tierra. Me molestaba sobre todo que fuera él porque me molesta a cada rato. Bota mis lapiceros y saca hojas de mi cuaderno, en la parte del medio. Yo no me daba cuenta, pero me han dicho que eso hace y ahora sé por qué se me acabó el cuaderno de matemática. Por todo lo pateé, quería que se caiga, que le duela, que llore, quería patearlo más y más, hasta que me pida perdón, hasta que me ruegue.
Pero solo le di en la mochila. No lo toqué. No te rías por favor, me da vergüenza porque mi papá sí le hubiera pegado, a él lo respetaban. A mí no. Apenas le cayó la patada, se volteó y me agarró del cuello y me tumbó. Yo no quería que me doliera, no me gusta el dolor, me da miedo. Me pegó en la barriga y sentí un hueco ahí, un hueco grande que no me dejaba respirar. Lo peor es que me pegó varias veces ahí, me quitó los zapatos y me arrastró por el piso de los pies.
Qué te pasa, ahuevado, me dijo. Me paré y busqué mis zapatos por todos lados, hasta que los encontré en el jardín del otro pabellón. Ya sabes, mi colegio se divide en pabellones. Creo que ya te he contado eso hace tiempo. Son pabellones por cada grado y encontré mis zapatos en el pabellón de tercero. Cuando los encontré todos me miraban callados. Creo que sentían pena de mí, me dio mucha vergüenza. Si papá los viera, les pegaría, seguro que lo respetarían porque mamá dice que a él todos lo respetaban. Por eso no sé qué decirle a mamá ahora que me pregunta qué pasó, que por qué llegue con la mochila y el pantalón sucios, por qué mi mochila está rota, por qué por qué por qué. Ella se alarma por cualquier cosa, siempre está cuidándome en todo, porque para ella yo soy su hijo precioso. No sabe que soy feo como un perro, que así me llaman en el colegio.
Espera, mamá me grita, ahorita vengo.
Tuve que contarle todo, lo del tipo ese y que me molestan y lo de la mochila y la pelea. Dice que va a ir al colegio a quejarse, que eso no puede quedarse así, no puede. Que es una barbaridad porque los niños antes, cuando ella era niña, no se portaban así. Yo no sé nada de eso, solo sé que no quiero que vaya mi tío al colegio con mi mamá. Mi tío, el de la pistola. Ella me ha dicho que irá con él, porque siempre nos defiende. No importa lo que sea o lo que pase, él siempre nos defiende. A mí y a ella. Que cualquiera que nos haga sentir tristes, tiene que vérselas con él.
Mamá me está llamando de nuevo. Otro día te escribo otra carta. No olvides responderme.

martes, 27 de julio de 2010

Breve imagen de una noche perfecta




















I was trying to catch your eyes
Thought that you was trying to hide

John Lennon



Bailas
lento frente a un espejo.
Sonríes,
giras la cabeza hacia él,
que te rodea por la cintura
y te devuelve la sonrisa.

Bailas
el salón está rodeado por espejos
y luces frías.
Todo está en su lugar,
él te da un beso
y tú cierras los ojos para soñar
con la eternidad.

Porque al fin y al cabo
es mejor creer que estás
sola con él
en el mundo.
Porque al fin y al cabo
es mejor pensar que
no existe un después de.

Bailas
eso es lo importante.
y en tus ojos quedan fijos
tu propia imagen frente al espejo,
su sonrisa
su beso
y sus brazos que te rodean la cintura.

viernes, 23 de julio de 2010

Como una andadera















Lo único que quiero
es servirte
de andadera.
Ser por ejemplo,
el equino que te lleva,
feliz, entre la hierba.

Quiero también
que te recuestes
donde quieras.
Y verte cruzar las piernas,
muslo sobre muslo,
encogiéndose tu falda
provocativa y pequeña.

Finalmente,
quiero que al regresar me des
una palmada en la cabeza.
Y me mandes a dormir
hasta que quieras que te sirva
otra vez, feliz,
de andadera.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Un ejemplo de reconstrucción histórica


















A simple vista, nada indicaba que fuera un hotel. Más bien parecía un edificio de departamentos. Tenía cinco pisos, las ventanas grandes, las paredes limpias. Parecía habitado por familias decentes. Estaba en una calle de un barrio de clase media. Una calle con jardines y árboles medianos. Una calle, a fin de cuentas, tranquila.
En ese hotel estaba Rosa Córdova. Estaba con un muchacho. No muy alto, flaco, el cabello revuelto, acabado de salir del colegio. Un muchacho que había sido alumno suyo. Un muchacho que había descubierto en su clase de historia. Estaban tirados en la cama, desnudos, abrazados uno al lado del otro. Ella lo miraba de rato en rato, él dormía. Ella pensaba de rato en rato en muchas cosas, él dormía. Ella, divorciada, de rato en rato, veía el techo y resoplaba.

***
Alberto Loza era profesor en San Marcos. Enseñaba Economía marxista I. También II y III. Muchos decían que era un verdadero genio. Se decían muchas cosas de Loza. Lo que se sabía con certeza era que había estudiado en San Marcos y en la universidad de San Diego. Y que había estado casado con una X. Todos reconocían a la mujer, pero no sabían qué era. No sabían qué hacía y menos qué había hecho. Eso la convertía en una X.
Lo que no era cierto, o lo que no estaba demostrado, era que Loza fuera un genio. Era un tipo inteligente. Pero no se sabía si un genio. Decían que había encontrado las falencias en la teoría de las mercancías de Marx. Decían que ese era el primer paso para establecer un nuevo paradigma en los estudios económicos. La verdad es que nadie supo si tal cosa fuera cierta porque por ese tiempo le cayó la desgracia a Loza. La desgracia en forma de mujer. Loza conoció a Inti.

***
Parra estuvo en el colegio y nunca destacó en nada. Parra fue un alumno más bien mediocre. Pero las clases de historia le gustaban. Le gustaba encontrar las relaciones entre los hechos históricos y el contexto en el que sucedían. Cómo éste determinaba y casi exigía los sucesos. Parra tuvo un profesor que lo deslumbró. Todavía era estudiante universitario pero lo deslumbró. Le enseñó que nada en la historia, como en la vida, estaba originado por el azar. Parra se decía íntimamente que le gustaría ser como su profesor. Inteligente, serio, de fácil palabra. Parra descubrió, antes que nadie, que el universitario tenía algo con la otra profesora del mismo curso. Entonces quiso ser como el profesor.
Parra, en ese tiempo, estaba en tercero de media. La profesora enseñaba al último año. El profesor de Historia, sí, ese gran hombre tenía algo con ella. Parra recordaba que le enseñó que cada hecho histórico se explicaba por los anteriores, que todo era un ascenso dialéctico en el proceso de la evolución de las sociedades. Parra recordaba que esa explicación le causó furor. Se exaltó porque supo que lo que hacía ahora repercutiría más adelante. Que si decidía algo ahora, las consecuencias las cobraría dentro de cinco, diez, quince años, quién sabe.
Definitivamente el universitario, el deslumbrante profesor de historia, tenía algo con su colega. Con esa colega que estaba muy bien. Esa colega que, decían, no reía así nomás; por el contrario, todo le parecía tonto. Pero el profesor la hacía reír a carcajadas. Parra recordaba que le había explicado que el proceso histórico se vinculaba directamente con el desarrollo y modificación de las relaciones entre las clases sociales. Que, además, este desarrollo determinaba si el Estado y la sociedad caminaban en una misma dirección o si se enfrentaban. Parra pensaba, en ese tiempo, que el profesor conseguiría que las relaciones sociales con su colega vayan en una misma dirección. Después de todo, los hombres tienen el poder de definir su historia.
Entonces, Parra decidió, ahora sí con seguridad, que quería ser como el profesor.

***
El calor en la habitación aumentaba. Rosa Córdova pensó que el hotel estaba mal ubicado: el sol daba de lleno en las ventanas de las habitaciones y se hacían irrespirables. Rosa Córdova veía al techo, resoplaba y pensaba. Dónde habría terminado lo uno y comenzado lo otro. Resoplaba. El chico que había sido alumno suyo dormía.
Lo conoció en la clase de historia en quinto año. Lo descubrió entre el montón cuando hizo una pregunta sobre la Reforma Agraria. Había hecho esa pregunta durante cinco años, los cinco que llevaba trabajando en el mismo colegio, en el mismo curso, y nadie la había respondido. La pregunta no era tan complicada. Cuáles eran los factores que determinaron la Reforma Agraria. Y nadie, en cinco años, había respondido. Hasta ese día en que conoció a Marco. Él levantó la mano y dijo que los factores eran las presiones ejercidas en dos planos: la guerrilla del sesenta y cinco y las acciones violentas en los andes del sur producidas por las comunidades indígenas. Por supuesto, la respuesta era parcial. Pero Rosa Córdova consideró que ya era algo.
Después, Marco no dejó de hablar en el salón. Y Rosa no dejó de prestarle atención. De alguna manera, se parecía a su ex marido.

***
Inti era estudiante de Sociales en la Católica. Estudiante de Historia. Lo que más le gustaba a Alberto Loza, después de la economía. De hecho, en su tesis había analizado el discurso ideológico-económico de inicios de la República. Un trabajo que él había estimado como un paradigma de reconstrucción histórica. Y fue historia lo que entró a enseñar en un colegio secundario. Un colegio donde pasaron algunas cosas que, luego, supo que habían sido una serie de errores graves. En eso también servía la historia: todo acto presente determina el futuro.
Lo curioso era que Inti estaba interesada en la historia económica del Perú en los últimos veinte años. Ese giro tan extraño de la economía nacional luego de la caída del muro, le había dicho a Loza. Y también era curioso que estuviera en San Marcos para investigar. Definitivamente, el destino había lanzado los dados.
Le habían recomendado visitar a Loza que era un gran estudioso de la historia económica del Perú. Eso era aún más curioso porque Loza estaba mucho más dedicado, por esos años, a la reflexión teórica. Exactamente a la reflexión en la teoría económica marxista. Y llegó Inti preguntando por su tesis, paradigma de reconstrucción histórica, y preguntando por su autor. Entonces se encontraron, conversaron y Loza supo que algo iría a pasar. También supo que, esta vez, no sería un grave error histórico.

***
De un momento a otro, Parra cambió de peinado. Y de forma de caminar. Por ahí alguno de sus amigos de clase le dijo que caminaba igual que el profesor de historia. Parra se sintió halagado. Y cuando le dijeron que hablaba igual que él, se sintió mejor. Marco Parra tenía muchas cosas en común con el profesor de historia. Solo le faltaba eso de “reconstrucción histórica” y listo. Solo faltaba saber qué significaba eso.
Parra se dedicó al estudio sistemático de la historia peruana y mundial en las clases de colegio. Fue por esa época en la que el profesor comentaba algunas cuestiones acerca de su tesis y sobre cómo era un verdadero ejemplo de reconstrucción histórica. También les explicó algo de teoría. Eso de la explicación racional de todo acontecimiento. Nada escapaba al método científico. El azar no existía.
Por esa misma época, Parra vio cómo su profesor de tercero de media se entendía con la de quinto. Vio cómo ella se reía con los comentarios, seguramente agudos y portadores de una erudición envidiable, del profesor. Vio cómo ella lo esperaba, sola, en la sala de ciencia histórica social. Vio cómo ella, transcurridos unos meses, pasaba su brazo por la cintura del profesor. Parra vio esto antes que cualquiera. Y lo vio porque los seguía. Al principio sin saberlo; luego, con obsesión.
Y con obsesión se dijo que, alguna vez, tendría una mujer como ésa.

***
El calor de la habitación aumentó. Las cortinas cerradas y el sol cayendo de plano al interior. Definitivamente, el hotel estaba mal ubicado. Alguna vez escuchó decir a su marido, a su ex marido, que los arquitectos tenían la gran responsabilidad de pensar en cada mínimo detalle. Hasta en el sol. En ese caso, su marido hubiera dicho que el arquitecto era un inepto.
Pero ahora tenía el problema del calor en la habitación y del amante en la habitación. El amante que se había quedado dormido. Marco era muy jovencito. Había salido del colegio, apenas. No tan apenas.
Rosa Córdova hizo cálculos. Sacó la cuenta de todo lo que pasó. Las clases en el colegio. Aburridas. Luego el ingreso de un sanmarquino. Miradas de reconocimiento, saludos corteses, intercambio de palabras. Interés. Rosa Córdova quiso saber más de aquel sanmarquino economista, o estudiante de economía, que había llegado al colegio y que le hablaba apasionadamente de los inicios de la República. Las primeras salidas. Largas conversaciones sobre todo, porque con él se podía hablar de todo. Con seriedad y burla al mismo tiempo, síntoma de gran capacidad. Admiración. Una noche, después de unos tragos, un beso, y otro, y todos los demás hasta la mañana siguiente. Y así empezó la relación.

***
El grave error histórico de Alberto Loza sucedió en el colegio. El colegio donde enseñó historia. Ahí conoció a su ex esposa. Tenía el cabello ondulado, igual que Inti. Las piernas largas, igual que Inti. Pero Inti tenía los pechos bronceados que a Loza tanto le gustaban. En fin, Inti tenía a su favor algo determinante: el mismo interés intelectual que Loza.
Así que Inti vino a solucionar el problema fundamental. El de la decisión, la toma de posición. Las cosas solo se precipitaron, de ninguna manera se produjeron. Alberto Loza, casado, sin hijos, economista por San Diego y por San Marcos, pero más por San Diego porque valía más, no era feliz. Se concentró en su nueva cátedra universitaria, la que le ofrecieron de regreso de Estados Unidos, en su trabajo teórico y dejó todo a un lado. Hasta que le cayó la desgracia. Era una forma de decir.
La visita de Inti preguntando por él liquidó el compromiso que tenía. Rosita entendería. Y si no entendía, no había mucho que hacer. La historia explicaría, luego, todo el asunto. La historia lo absolvería.

***
Cuando llegó a quinto de media, Parra seguía siendo el mismo alumno que no destacaba en nada. Pero había aprendido algunas cosas de historia y se parecía al que había sido su profesor y que ahora era el marido de la actual responsable del curso.
La actual responsable del curso, la profesora Córdova, hizo una pregunta sobre la Reforma Agraria. El asunto era sencillo. Y desde entonces no dejó de hablar en clase. Parra se hizo amigo de la profesora. En algún momento ella le dijo que era un gran chico, muy inteligente. Parra creyó descifrar en eso un asomo de coquetería. Qué más, sino coquetería, sino una sugerente invitación. Casada con un gran hombre, era natural que se fijara en otro igual.

***
Marco, entre sueños, cruzó una de sus piernas por sobre las piernas de Rosa Córdova. El calor se hizo infernal. Rosa Córdova quiso zafarse, pero no quiso despertarlo. Era tan jovencito. Aunque ya no tanto.
Siguió haciendo cálculos. Después vino el matrimonio. Y el viaje de él a la universidad de San Diego. Dos años. Recibió a la promoción de Marco en su clase de historia. Él volvió. Le propusieron enseñar en San Marcos y él aceptó. Pasó un tiempo más y todo dejó de ser lo que era. Aunque él dijo después que nunca fue lo que ella decía, Rosa Córdova fue feliz durante el matrimonio. Le pareció un tiempo precioso.
Los arquitectos habían diseñado mal ese lugar. Calculó que todo empezó con la aparición de la chiquilla esa, la historiadora. Y él que dejó todo, su trabajo, por un tiempo sus clases y se volvió un poco loco, un poco idiota. Porque los hombres se vuelven idiotas por una mujer más joven. Sólo importaba eso: que fuera más joven que ellos y que sus esposas.
Entonces, ella reencontró a Marco. Fue después de tanto tiempo y de forma tan casual que parecía imposible. Lo reencontró y le pareció muy parecido a su ex marido. Las cosas a veces se repiten sin explicación. Conversaron, le interesó y empezaron a salir. Ahora lo tenía con una pierna encima de las suyas, en la habitación más calurosa del mundo. En el hotel peor ubicado del mundo. Definitivamente, Alberto hubiera podido explicar esta situación absurda.

***
Absolución. Él había querido a su mujer, pero así son las cosas, todo se acaba. Lo había dicho José José. Inti era la nueva etapa, tal vez la última. Finalmente, él sabía que cada cosa que uno hace prefigura lo que hará.
Alberto Loza pensó que, visto así, nada justificaba la aparición de Inti. Aunque tal vez sí. Pensándolo bien, era lógicamente posible. Su trabajo historiográfico y su por entonces obsesionada labor determinaron los grandes sucesos.
Volvió a pensar: visto así, nada explicaba que lo mencionaran aún como un gran estudioso de la historia económica del Perú. Todos sabían sin excepción que estaba dedicado al estudio del marxismo. Y que enseñaba economía marxista. Todos esperaban su palabra al respecto. Alberto Loza, sacudió la cabeza. Había muchas cosas que quedaban sin explicar. Pero, pensó que, si reflexionaba sobre todo, nunca llegaría a ninguna conclusión. Era mejor dejar las cosas como estaban y que todo camine. La historia hacía su camino así.

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La última ley de la ciencia histórica, la que su profesor nunca le enseñó, era que para las mujeres la historia no siempre es un ascenso ininterrumpido. Parra la descubrió cuando reencontró a Rosa Córdova. Cuando conversaron, cuando salieron por primera vez, cuando ella le mencionó, entre otras cosas, que se parecía a su marido, a su ex marido, Parra entendió que en las mujeres la historia es circular. Por lo menos en algunas mujeres.
Así Parra hizo su primer descubrimiento académico. Y logró lo que tanto quiso: una mujer como ésa.

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Un par de años más tarde, Alberto Loza, magíster en historia económica por la Universidad de San Diego, publicó su primer libro de teoría. No era sobre las tesis de las mercancías de Marx como muchos esperaban. Ni siquiera era de economía. En el libro, Loza defendía la idea de que el azar es uno de los factores que construyen la historia de la humanidad.

jueves, 25 de febrero de 2010

Una mujer con tacos



Según su opinión, era mejor tomarse un trago. Uno o unos cuantos antes de ir a casa y dormir. Ahora no estaba seguro de esa afirmación y pensaba que, después de todo, eso también dependía de qué se consideraba mejor y peor. Pero en ese momento José Valdez decidió empujar la puerta de madera y entrar a la cantina. La cantina era una vieja casona de adobe. Una vieja casona que tenía piso de baldosas renegridas y grasientas. Aunque siendo justos, había espacios donde las baldosas eran de un amarillo impecable. José entró a la cantina y buscó una mesa. La ubicó rápidamente y verificó que la única silla estuviera en buenas condiciones. Tomaba esa precaución porque recordaba siempre un suceso desagradable. Y ahora que se daba cuenta, era un suceso que marcó un antes y un después. Se sentó. Una vez instalado se dio cuenta que la gente se había agrupado, no sabía si bajo algún criterio o por mera coincidencia, en dos grupos: los hombres con mujeres y los hombres que no las tenían. Descubrió que, también sin darse cuenta, él se había sentado en el grupo de los sin pareja.

(José iba con una mujer. Querían tomarse unos tragos. Él creía que esa noche era suya y ella creía que él era divertido. Le parecía, más exactamente, divertido y churro. Entonces entraron a un bar, el SQBar. Encontraron a varios viejos gritando sandeces. “S-Q-LO-BAR-LE” gritaba uno y los demás reían. Ella parecía no oírlos. Él no se molestaba porque ella parecía no oírlos. Ella dejó su bolso en la mesa y se sentó. Él hizo lo mismo. Pero al hacerlo, el respaldar de la silla se abrió y José cayó de culo. Los viejos que gritaban sandeces estallaron. Nada pudo haberlos hecho sentir mejor. Cuando José se paró, ella, la mujer que lo acompañaba y que al inicio de la noche iba a ser suya, había empezado a escuchar a los viejos y se notaba incómoda. Entonces José supo que esa noche marcaría un antes y un después.)

Alzó el brazo y silbó. Un hombre pequeño con camisa de mangas cortas se le cuadró al lado. Una cerveza helada. El hombrecillo se dio la vuelta y se escabulló entre las mesas. José examinó nuevamente el lugar. Para ser precisos, examinó a los tipos que tenía alrededor de sí. Observó a uno que bebía su trago agachado, a grandes sorbos y con mucho ruido. Era gordo y tenía una barba espesa. Cuando alzaba la cabeza se dejaba ver espuma en su mentón, que se limpiaba con el antebrazo. Vio también a uno que estaba muy sonriente, no agachaba la cabeza al beber y miraba a todos lados. José pensó que era un poco nervioso. El hombre pequeño con camisa de mangas cortas le trajo una botella de cerveza, un vaso reluciente y un cenicero.
-No fumo –dijo José, retirando el cenicero.
-Ah, bueno –dijo el otro mientras recogía el cenicero y se daba la vuelta y se dirigía a otra mesa.

José se sirvió un vaso cepillado de cerveza. Recordó que una mujer, otra, hace mucho tiempo, le había enseñado a servirse así. Tomó un trago y sintió cómo reventaba la espuma en su boca. No estaba tan helada. Miró de nuevo a la gente. En una mesa, al otro extremo de la cantina, un hombre era acariciado en la cara. Ella se acercaba al hombre, a su hombre, y le daba un beso en la nariz y sonreía. El hombre tenía una expresión agria, pero el beso lo hizo sonreír. Entonces vio a la pareja abrazarse. José tomó lo que quedaba en el vaso de golpe. Acomodó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos y apoyó su cara sobre las manos.

(José se sentía feliz en ese tiempo. José había encontrado a la mujer que le encajaba a la perfección y con la cual, pensaba, todo podría funcionar como un engranaje. José había salido con ella durante tres meses y se habían dado cuenta de que tenían que compartir sus vidas. José tuvo esa revelación cuando ella le enseñó a servirse un vaso de cerveza y lo besó. Sí, iban a compartir sus vidas. Pero ella parecía no tener eso muy claro. Porque se lo dijo después de la pelea. La pelea que se produjo cuando José la descubrió con otro en el mismo bar, enseñándole lo mismo, y con el adicional que lo besaba una y otra vez, ininterrumpidamente. Quizá la clasecita podía tolerárselo, pero la besuqueada no. Entonces ella le dijo que no se imaginaba a sí misma con un solo tipo por treinta, cuarenta años. José, con la cara congelada en una mueca de pavor, se dijo que nada a partir de ese momento podía devolverle la fe. José, ahora, frente a su vaso de cerveza, pensó que ese había sido el día que marcó, de verdad, un antes y un después.)

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En la entrada de la cantina apareció una mujer. Una mujer seguida de un hombre. Ella era alta, tenía el pelo ondulado y usaba unos tacones finísimos. El hombre vestía de negro y llevaba un bolso colgado de su hombro. A primera vista parecía casi imposible que vayan juntos. La gente pareció no darse cuenta de que iban acompañándose. Es más, la gente no percibió siquiera al hombre de negro.
El hombre de negro se sentó en una mesa ubicada al lado de la puerta. José lo observó sacar un cuaderno y un lapicero de su bolso. La mujer alta, que ya hace un rato estaba en mitad de la cantina, se acercó al hombre gordo y de barba. José vio cómo se acercó al gordo de barba con una sonrisa y le dijo algo. Pensó que, lógicamente, debió decirle hola. El gordo la miró, de arriba abajo con un movimiento de cabeza y lanzó un gruñido que José oyó perfectamente. La mujer no dejó de sonreír.
- ¿No quieres hablar?
- Hrrrmm –gruñó otra vez el gordo.

Mientras, el hombre de negro escribía en su cuaderno: “La carnada se ha lanzado. Ella se ha acercado al primer ejemplar, pero éste ha reaccionado negativamente. Las posibles causas de tal reacción están por ahora, fuera de mi capacidad de análisis. Sin embargo, puedo lanzar algunas hipótesis. Tal vez esté preocupado y distraído por razones de orden material. Tal vez esté deprimido por razones de orden espiritual. Ambas hipótesis son igual de poderosas, aunque falten desarrollarlas”.

José vio que la mujer giraba ligeramente hacia el hombre de negro, como esperando que le dijera algo. Al ver que seguía escribiendo en su cuaderno, buscó en otra mesa. Encontró al hombre sonriente. José apartó de sí la botella de cerveza. El hombre de negro levantó la cabeza y observó a la mujer de tacos.

La mujer de tacos se acercó al sonriente. José vio que también le sonreía. El sonriente la miró. La miró al mismo tiempo que tomaba su vaso de cerveza. Acabó, dejó el vaso sobre la mesa, se dirigió a tomar una silla y la puso junto a la suya. Le dijo algo a la mujer que José no pudo escuchar. Cuando vio a la mujer de tacones sentarse, supo que le había pedido sentarse con él. El sonriente gritó. El mozo con camisa de mangas cortas se acercó y se retiró después de recibir instrucciones.

Mientras, el hombre de negro escribía en su cuaderno: “El segundo ejemplar parece haber picado la carnada. Le ha ofrecido una silla y ella, lógicamente, ha aceptado acompañarlo. El ejemplar ha pedido una cerveza y ahora el mozo se la trae. El mozo mira a la carnada, principalmente sus pechos. No cabe duda, es una buena carnada. Parecen muy animados. Este segundo ejemplar es definitivamente lo que estaba buscando. Él le habla, por ahora con mucha discreción. (El hombre de negro tacha la última oración). Le hace preguntas. Deduzco esto porque él habla poco y ella siempre después habla mucho y mueve las manos, como explicando algo. Como haciéndose entender. Ahora se ríen. Es increíble cómo llegan a simpatizar tan bien tan rápido”.

Reían. José vio que ahora ella hacía preguntas. Él se reía y respondía con frases cortas. No movía mucho los labios. Un sí o un no. El sonriente pide una nueva cerveza. Parece que entre dos las cervezas son más ricas, piensa José. El sonriente extiende el brazo por el respaldar de la silla de la mujer de tacos. También cruza las piernas, poniendo un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna. Ella mira de reojo el brazo del sonriente. José sonríe. Se ha olvidado del hombre de negro. Pareciera que no existe. Mira detenidamente los movimientos de la nueva pareja que se ha formado y que rompe, sin querer, la división de la cantina. La mujer de tacos cruza las piernas. Sus muslos parecen gruesos y largos y suaves. José, por un momento, piensa en la mujer que hace mucho tiempo le enseñó a servir un vaso cepillado de cerveza. Pero la olvida rápidamente. Ahora el sonriente empieza a acariciar el pelo de ella, la de tacos. Al acariciarla le dice algo gracioso. Ambos ríen a carcajadas. Ella todavía con una sonrisa, retira la mano del sonriente.

Mientras, el hombre de negro escribía en su cuaderno: “Además de buena carnada, es hábil. No deja que el segundo ejemplar se acerque demasiado. Ese es el truco: no puede acercarse demasiado. El segundo ejemplar ha pretendido dar un paso astuto acariciándole el pelo, pero ella se lo ha retirado de tal forma que él no lo tome ofensivamente. Es una buena carnada. (El hombre de negro tacha la última oración y sacude la cabeza). Ella sigue hablando, va poco a poco, primero le habla, le sonríe, le acaricia las manos. Pero es ella quien toca. Cuando él busca tocar sus manos ella las retira. Cuando vuelve a tocar su pelo, ella vuelve a rechazarlo. El segundo ejemplar parece confundido. Debemos seguir en esto hasta el final. (El hombre de negro vuelve a sacudir la cabeza, empieza a escribir “es una buena carnada”, pero lo tacha casi inmediatamente)”.

El sonriente parece que no sabe qué hacer. Esa mujer parece confundirlo. José piensa que es un poco extraña. Ha olvidado al hombre de negro. Piensa que es atractiva, pero muy extraña. Ella toca al sonriente en las manos, se ríe, tira la cabeza hacia atrás mientras ríe, dejando al descubierto su largo cuello blanco. Un precioso cuello blanco, piensa José. El sonriente ahora baja el brazo que había desplegado sobre el respaldar de la silla de la mujer de tacos. Toca los hombros de la mujer de tacos. La abraza. El sonriente ya no ríe. En todo caso, ríe pero tenso. Sí, piensa José, es una risa tensa, un intento por mantener la situación en un natural relajo a pesar del cambio de posiciones. Del audaz movimiento, piensa José. Pero la mujer de tacos encoge los hombros haciendo evidente que ha adivinado la intención del sonriente. El sonriente no retira el brazo de los hombros. Ella sigue encogiéndolos. Quiere escurrirse. El sonriente levanta el otro brazo y la cierra como un cerrojo. Parece ebrio, piensa José. Parece ebrio y además excitado. José piensa en la mujer que le enseñó a servir un vaso cepillado de cerveza hace mucho tiempo. Piensa también en que él también había querido abrazarla en situaciones así, que no podía controlarse con ella en situaciones así. Pero la olvida rápidamente. Ahora la mujer de tacos mueve el cuerpo de un lado a otro tratando de zafarse al sonriente y mira hacia la puerta. José no sabe qué hacer.

Mientras, el hombre de negro aparece de la nada, corriendo. Toma a la mujer de tacos del brazo y la jala hacia sí. La jala con tal fuerza que rompe el cerrojo del sonriente. Éste, se levanta y tira la silla al suelo. Agarra la botella por el pico y la estrella contra la mesa. La gente de todas las mesas se vuelve hacia el espectáculo. Algunos se levantan. El sonriente se balancea sobre sus piernas. Está ebrio. El hombre de negro no se acerca, parece que lo midiera. Los hombres de otras mesas se acercan. Las mujeres gritan. La mujer de tacos grita más, mucho más. El sonriente, había cambiado la sonrisa por una mirada fría y fija. Escupe en el piso. José no quiere ver, no quiere oír. Pero oye gritos, gritos masculinos, femeninos y gritos indefinidos. Baja la cabeza y vuelve a oír gritos, el sonido de unos vidrios que se rompen, sillas que se caen, mesas que se arrastran, voces de hombres y un ruido seco en el piso renegrido de la cantina. Cuando alzó la cabeza, dos tipos tenían al sonriente en el piso y uno le sujetaba la mano que antes tenía la botella rota y que ahora había desaparecido. José había sentido pánico.

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José se acercó al mozo de camisa con mangas cortas. Pero recordó que ya había pagado y salió del local. José pensó que esa noche había sido extraña. Un trago no había resultado tan placentero. O quizá sí, depende de qué se entiende por placer. Mientras caminaba buscando un taxi, recordó a la mujer de hace mucho tiempo y que había marcado un antes y un después para él. Luego pensó en el hombre de negro y en la mujer de tacos. Sintió lástima por el sonriente.
Una vez en el taxi que lo conducía a casa, para dormir y despertarse mañana y volver a repetir lo mismo de todos los días, José pensó que las personas eran muy extrañas. Esa noche eran la prueba de eso. Pensó, asimismo, en que bien valía estudiarlos.