jueves, 23 de septiembre de 2010

Solo quería recordar tu nombre






















…la huella del narrador queda adherida a la narración, como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro.
Walter Benjamin



Lo que más recuerdo ahora, es tu nombre, Teresa. Tu nombre porque alguien me dijo que existían nombres peligrosos. Y Teresa está en la lista, dijo. Y tu nombre, además, porque mamá dice que ellos hacen a las personas. Por eso ella eran tan jodida y yo medio huevón. Y tú estabas loca.
La verdad es que sí, estabas loca. Y no te molestes si lo digo, no, es con cariño, con todo el amor del mundo. No vale que te molestes después de tanto tiempo. Menos por algo tan sin importancia. Sobre todo si ni te importa qué creo de ti. Finalmente, eso sí era cierto: nunca te importó tanto. Como aquella vez que te dije que había agarrado con la chica ésa, la de Sociales, la hermana de mi pata, el de la facultad. Que él me odió durante un año entero y que me quiso pegar dos veces. No te importó tanto. No recordarás, siquiera, que hablábamos de cómo entendía Hegel la historia y que nos burlamos de los pobres idiotas que creían en el eterno retorno. Entonces, me dio una copa de vino, le tomé la mano y nos besamos. Nos besamos como si supiéramos que nunca más lo haríamos. Eso, según me di cuenta, ni te inmutó. Aunque a veces no sé.
Pero no es momento de hablar de cosas tristes, Teresa. Después de todo, tu nombre es lo que más recuerdo. O será que es el recuerdo que más quiero. Y lo digo sin cursilerías, por supuesto, nada de mierdas sentimentales, nada de eso. Lo digo solamente porque no recuerdo ni cómo te conocí. Recuerdo más bien que pateamos el teléfono de la esquina de mi casa hasta partirlo. Dijiste que ahí encontraríamos dinero y seríamos felices. Ya ves que no fue así. Y después ya no te importó tanto. Pero ahora que escucho el sonido de tu nombre, recuerdo el sonido de los nombres de Hemingway y de Camus. Y creo que ya recordé cómo te conocí, Teresa. No me digas, no me soples. Nada de ayuda, no jodas. Fue cuando discutíamos sobre cómo la literatura está muy vinculada a todo proceso social. Sí, por ahí fue. En clase de ese profesor que decían que era un genio, pero no era más que un fracaso. Porque eso era, ni más ni menos. Y tú dijiste que la mejor prueba de que lo social influía en la ficción era la literatura francesa de entreguerras y posguerra. Que eso era lo más grande que se había hecho en el siglo veinte. Tú sabes que estabas equivocada; luego, mucho tiempo después, lo reconociste. Porque entonces te refuté. No, la compañera está confundida, profesor, lo más grande es la literatura norteamericana. Y se acabó la clase para mi mala suerte, pero para la buena tuya. Porque me gritaste después que, aunque Hemingway tal vez era mejor que Camus, nunca lo sería más que Saint-Exupéry. Ese, Teresa, era tu gran error. Porque Ernest es mejor que cualquiera, que Albertito y que el pobre taradito de Toño. Y no te molestes, ya te dije que no vale la pena, menos después de tanto tiempo.
La verdad es que me gusta tu nombre. Aunque estés en la lista de máximo peligro. Al costado de otros prontuariados como Momón, Mosca Loca, Diana y Cecilia. Además, es lo que más quiero. No importa lo que dijo Ernie, el rojo. Sus listas me tienen sin cuidado. Mucho menos lo que dijo mamá. Eso ya ni viene a cuento. En todo caso, si de cuentos se trata, tú eres la maestra. O eras. Como cuando escribiste la historia del chino que llegaba a su país, del exilio, después de la muerte de Mao, y lo condenaban por no haber estado presente en su entierro. Cuentos del absurdo, decías. Y eras genial, Teresa. Esa intensidad, esa fuerza en la narración, qué jodidamente buenas eran. Aunque, pensándolo bien, creo que la realidad era más increíble que la ficción. Por lo menos la realidad que era nuestra realidad. Sí, ésa sí era francamente increíble. Porque pateamos el pobre teléfono hasta partirlo. Porque de eso dependía nuestra felicidad -ya ves, no fue tanto así-. Porque estafamos al pobre chino del chifa. Creo que tenías algo contra los asiáticos. El caso es que tú te meabas, el baño del lugar ése costaba cincuenta céntimos y no teníamos ni ferro. Fingimos ser clientes, pedimos un chaufa, me dejaste sentado, fuiste al baño, saliste y corrimos. Gritaste como una loca que nadie podría nunca colonizarnos. Menos unos amarillos roñosos. Qué grandes épocas, Teresa. Qué tales cojudos, Teresa. Así que la realidad superaba la ficción y no había nada que hacer. Por eso Hemingway es mejor que cualquier francesito miserable, Teresa. Más bien lo entendiste.
Y no digas que recuerdo bien todo. No. Recuerdo todo a partir de tu nombre, que es distinto. Y no, no son cursilerías, no te preocupes. Tampoco hay nada de tristeza. Son solo recuerdos o, tal vez, recuerdos de recuerdos. Me gusta pensar en todas las posibilidades. Como el hombre que soñaba que era soñado y que quería soñar con alguien él también. Te gustó esa historia. Lo dijiste muchas veces, hasta el cansancio. Escribiste cartas enteras diciéndome lo hermosa que era. Fue lo primero que hice y me dijiste que tenía el lenguaje, que era todo, y que los maestros estaban conmigo. Yo era feliz con eso. Yo buscaba que te gustara solo a ti. Pero no fuiste la única. También le gustó al fracaso que era nuestro profesor. Y a la amiga de mamá. Espero que no hayas olvidado a Dora, la española. Le decíamos así porque hablaba como española a pesar de ser huancavelicana. Todo porque vivía más de diez años allá y porque la ayudaba el tener los ojos verdes. La última vez que llegó, lo hizo sola, sin el andaluz retrasado de su marido. El andaluz que decía que Barcelona era lo mejor de España, pero lo peor eran los catalanes. ¿Recuerdas cómo me peleaba con él, Teresa? Qué tal hijo de puta. Olvidaba todo, Teresa, la guerra civil, la resistencia heroica de Cataluña, todo. Pero en fin. Dora, la española llegó a Lima sola y mamá le dijo que me había vuelto escritor. Que la culpa era de una de mis amiguitas, una bajita que se vestía como loca y con nombre de loca. Y así empezó, Teresa, aunque no recuerdo muy bien.
La verdad es que Dora era muy atractiva. No lo niego, está bien, no lo niego más. Envidiaba al andaluz. Pero él no puede recordar tu nombre, Teresa. Y eso me hace insuperable. No, no, nada de cursilerías, por supuesto. Déjame que te cuente, luego me juzgas. Creo sin embargo, que no te importará tanto. Dora quiso leer algo mío y le enseñé algo. Un cuento sobre un tipo que cuenta a alguien su vida. Dora me dijo que escribía bien, que no sabía de esa habilidad mía y que le parecía interesante. Me dijo también que había crecido mucho y puso su mano en mi cara. Me acarició sin que viera mamá.
En ese punto, te recordé, Teresa. Entonces todo se volvió una confusión del carajo. Porque apareció la chica de Sociales, que ni debes recordar y apareciste tú, de golpe, sin pausa para pensarlo un poco. Porque ya para entonces habíamos partido el teléfono a patadas y nuestra felicidad se había ido por el tubo de escape. Y porque mamá no solo le confió a Dora, la española, que su hijo era escritor, sino que también era un borracho. Siempre gracias a esa chiquita bastante loca. Entonces Dora dijo que eso no era tan malo, que venga, coño, si supieras cómo son en Barcelona. Ahí se le ocurrió invitarme a salir esa noche. Y esa confusión, Teresa. En la noche nos tomamos unos tragos, conversamos de todo, de Barcelona, de la guerra, de los anarquistas y los rojos, de la vida, del matrimonio, del trabajo, que ella estaba harta. Claro, también hablamos de si yo tenía novia. Pero ya habíamos pateado el teléfono hasta partirlo, Teresa. Cuando nos faltó plata para el hotel, para los treinta soles del cuarto y solo faltaban diez. Entonces dijiste que solo en los teléfonos públicos hay dinero fijo. Y fijo lo rompimos. Y fijo, conseguimos la diez lucas. Así que le dije que no a Dora. No, no tengo novia. Seguimos hablando e hizo su mayor esfuerzo porque me quede claro que su matrimonio iba por el suelo, y que el andaluz era, como creíamos, un huevón. Fue de un momento a otro, Teresa, lo juro. No te molestes por estas cosas que pasaron. Aunque no sé si te moleste tanto. No lo tengo claro, pero cuando me di cuenta estaba besando a Dora, la española, le besaba toda la cara y ella me acariciaba la cabeza, los ojos, todo lo que alcanzara. Me preguntó dónde quedaba el hotel más cercano y fuimos al mismo hotel por el que pagamos las treinta lucas, Teresa. Cuando llegamos, pagamos, subimos, abrí la puerta, entramos y Dora se metió al baño, como tú, Teresa, antes de nada. Y como tú salió sonriente, se acercó, me dio un beso, luego otro, me acarició y nos tumbamos sobre la cama, pasando las manos por todos lados, moviéndonos, mordiéndonos. Y así como tú, Teresa, ella se encargó de todo, de mi ropa, de la suya, de los preservativos, de todo. Se encargó incluso de acariciarme las manos, como tú, Teresa, cuando bebíamos en el bar que estaba cerca de la universidad y me acariciaste las manos y yo supe que ese día seríamos felices. Y felices rompimos el teléfono, y felices fuimos al hotel. Así estuvo Dora esa noche. Así también entré y mientras entraba, dije tu nombre, Teresa y ella lo escuchó y paró. Paró como yo paré cuando no dijiste mi nombre, Teresa, sino el nombre de Ernie, el rojo. Así paró Dora, de un momento a otro y me dijo que se acabó, coño, que era un pendejo, un hijo de puta. Tal y como fuiste tú conmigo esa noche. Pero creo que ya ni debes recordarlo. Creo que ni siquiera te importó. Aunque no lo sé exactamente, porque cuando bebíamos esa noche que íbamos a ser felices, Teresa, me dijiste que te jodía la chica, la de Sociales. Y me acariciaste la mano. Por todo eso, ya no me río de los que creen en el eterno retorno. Ahora no me río de nada. O de casi nada.
Pero ya ves que esto acabó siendo un sermón. Juro que no volverá a pasar la próxima vez. La próxima hablaremos de cosas más alegres, más sin importancia. Yo solo quería recordar tu nombre, Teresa, que es lo único que recuerdo casi siempre. Y eso me hace como el personaje de Hemingway, ése que tiene una breve vida feliz. Ése que ahora te gusta tanto.

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